Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…
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Al terminar el coco y las elucubraciones, caminé un rato por el campus deleitándome al encontrar casi la misma animación que existía en la plaza pública del centro, conciertos y saltimbanquis al lado de libros. Sólo algunos edificios cerraban las puertas al barullo exterior. La administración que resonaba por ser la única con aire aclimatado a lo extraño y al encierro. La librería con más textos escolares que libros legibles. Varios auditorios con antesalas a manera de recepción de los invitados. Y una galería que exhibía unos cuadros que mezclaban el colorido del trópico con lo imaginario que desbordaba de sus marcos. Ingresé a contemplar los lienzos de un pintor que me era desconocido, A. C.
En el óleo de la entrada, entre un paisaje montañoso de verdes encendido y rojos en fuego, una figura humana levitaba horizontalmente hasta volverse nube de un blanco azulado. Quizás el cuadro resumía la historia de un país cuyos sueños volátiles se disolvían en gases y vapores bajo un sol incandescentes.
Otra figura a turbante parecía brotar del suelo sembrado de un brazo como planta en hojas que se extendían por su cuerpo asentado, mientras el otro brazo que se elevaba hacia el firmamento se borraba en aves alzadas al vuelo. El siguiente cuadro utilizaba la misma idea de disolver lo humano en el paisaje. Ya no había frontera entre el piso, la vegetación, los pájaros, las nubes. Todo se confundía en sólo trazo plástico que inventaba un mundo unido por un hilo invisible de color y de formas que se evaporaba al transformarse. Las raíces se alzaban en estrellas y las constelaciones bajaban hasta enredarse en los tubérculos.
En seguida, el dorso de una mujer azul, tan marina como el añil, se vestía de rojo escotado y caminaba sin piernas ni brazos sobre los árboles y las aguas. Sobre las aguas que se elevaban al fondo en el horizonte para volverse cielo y regar su azul sobre un muro entre anaranjado y café, abriéndose en una ventana hacia otro paisaje igualmente arbolado con un río al centro que se derramaba hacia el exterior. Quizás la falta de fronteras entre mundos paralelos, entre cuerpos sólidos que se volvían imanes, ondulaciones sin límite fijo, como el ruido que traspasaba muros sin aviso, definía este país y su trópico húmedo.
En los cuadros surgían ventanas como huecos naturales en la geografía, la cual se abría de su estado siempre vaporoso, a cuerpos que la invadían desde su interior como fantasmas. Sólo un ropaje colorido les concedía forma a esos espectros que nacían como árboles, del interior de la tierra, y de sus entrañas volvían a germinar frutales en un ciclo interminable de cavidades e intersecciones de lo sólido ondulado hacia lo gaseoso. Como átomos minúsculos que a partir de su nicho constituyeran lo más duro.
Así era que en este país las identidades resultaban fluidas y mutaban al ritmo de estaciones nórdicas entre el hielo, el agua y la nube. Había un reciclaje natural de la energía que los teósofos concebían como reencarnaciones. En cambio, los cuadros al frente las imaginaban como aberturas hacia la sustancia fluida que recorría el interior de lo duro, incluso de las piedras. Ni la más mínima partícula se perdía, sino que los cuerpos se entremezclaban y reconvertían en algo distinto a sí, como el cadáver enterrado alimentaba a la planta que crecía sobre él.
Mientras observaba esos cuadros en su colorido apabullante y en sus hornacinas en forma de ventana, “fashionably early”, como decía el óleo de un torturado, el sabor del agua de coco se volvía sazón de carne fresca que me hacía sentir depredador al advertir el alimento vital de las plantas tropicales. Los cuerpos humanos abonaban lo vegetal.
En ese instante me sacudió el terror. Como veía al frente un volcán al fondo, un lago extenso a sus pies y, por debajo de las aguas crespas, unos peces que razonaban el ser de lo viviente. Como veía que el azul oscuro de lo subacuático se aclaraba en las aguas para dar lugar a los verde de unos islotes y al brumoso volcán al fondo, pensaba que Fortunato tal vez yacía muerto en una fosa cercana a un cocotero.
El resabio indistinguible a carne rojiza de la fruta provenía quizás de su cadáver reciclado. No lo sabría a ciencia cierta, mientras no lo encontrara a él en persona o, al menos, algunos rasgos de su paso por el mundo. Sin embargo, el inconfundible sabor a sangre me invadía las papilas gustativas hasta concederme un sentimiento de satisfacción animal.
Al salir de la galería, poco a poco, el terror se convirtió en convicción que, aun si no hallara a Fortunato, por el coco me quedaba un atisbo de su recuerdo tan fugaz como un sueño. Acaso por estos pequeños fragmentos llevaba en mí partes cercenadas de su cuerpo, que de otra manera permanecerían enterradas o flotarían en el aire húmedo hasta disiparse en rocío y vapor.