Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…
XI
En ese instante me fijé en una manta colgada entre dos árboles que revoloteaba al viento. Anunciaba una conferencia sobre mitos náhuat en un edificio cercano. Me llamó la atención el apellido del ponente, otro Martínez. Me parecía que en este país ese título aparecía por todo lugar. Quizás su repetición hasta el cansancio expresaba la revancha de una de las figuras históricas más famosas, de las cuales todo el mundo aborrecía a la vez que recobraba un aspecto irreconocido de su legado. Hasta quienes construían su creencia de la memoria de vidas anteriores, los teósofos, renegaban del pasado, pese a que el más célebre de los Martínez había convertido esa disciplina en una práctica política y cultural. Quizás era el único régimen teosófico que hubiera existido en el planeta.
Por el olvido en este país se vivía en una siesta permanente. Reinaba la ilusión, el Maya lo llamaban. Pero existía una revancha al simulacro en el que todos participaban, como yo mismo que contribuía al recobrar sólo retazos de lo perdido. Como en los sueños, el desagravio aparecía de manera intempestiva, sin notarlo, en detalles apenas perceptibles.
El nombre Martínez se reiteraba en el nombre falso que Fortunato utilizó al presentársele a la Bebita, en este ponente desconocido y en el apellido más común del país, se me figuraba la presencia sutil del silencio con que se encubría la amplia seguridad de un Martínez vilipendiado por su política, pero reconocido siempre en algún aspecto cultural, hasta por sus enemigos actuales. Fortunato había usado ese mismo apellido más hispano para publicar artículos y disfrazar su verdadero nombre, demasiado llamativo en este país.
Este tema había sido de controversia y casi de pleito ideológico con Fortunato. Molestándolo, yo le aseguraba que el dictador Martínez era su tío intelectual o su pariente lejano por el heterónimo que empleaba. Compartir el apellido lo delataba en su máscara de escritor. Si él se oponía tanto a ese régimen ya se habría cambiado el pseudónimo a otro más radical, le insistía. Para conservarlo, arguyó apegos familiares lejanos, a lo cual le respondí que si no tuviera herencia de por medio ni hablaría con sus hermanos ni parientes cercanos. Mucho menos se comunicaría con esa familia lejana pese a que, en este país, todos eran primos llenos de pleitos.
Lo que llamaban amor, continué, era una excusa para disimular el dinero, el verdadero motivo de unidad entre los descendientes intelectuales del dictador como él. De todas maneras, le añadí, al cambiar de nombre o emigrar aceptábamos nuestro verdadero destino de muertos en vida, ya que el pasado que recordábamos siempre desfallecía ante nuestros ojos como cadáver sin enterrar sometido a los azares del clima.
Así lo picaba a la vez que le sugería algunas verdades, pues sus gustos por el arte y la literatura nacional de la época traicionaban sus ideas políticas. Participaba en armar exposiciones a los pintores indigenistas, a los teósofos y demás personajes de los treinta, ocultando adrede el apoyo que le otorgaron a su tocayo por heterónimo. Al demostrárselo con documentos, me había dejado de hablar y hasta ahora que desapareció le perdonaba su omisión. Quería hacer una política de izquierda con la cultura de la derecha. Quería fundar en un museo una memoria distorsionada, con evidencia selectiva.
Me acerqué al edificio de un centro de investigaciones a escuchar la conferencia. Me pareció más fantasía literaria que rigor antropológico. Lo justificaba el estilo y, a veces, la elegancia en el decir era más importante que el contenido de lo expresado, ante todo, en un mundo que muchos juzgaban por la apariencia.
Lo interesante del caso era la semejanza con el discurso esotérico. Descubría la existencia de mundos paralelos, de vidas anteriores al nacimiento y de otras posteriores a la muerte. Por destino de nombre, Martínez, elaboraba una arqueología mental al excavar las capas inferiores de la tierra. Transcribí lo que pude y tal cual doy fe de su contenido, aun si me acusen algún día de plagio. Sería posible que el amigo extraviado viviera en uno de esos recintos descritos por el ponente si había dejado de transitar por la superficie del planeta. Pero no me llamaba Dante ni poseía la capacidad de inmiscuirme en los inframundos, por lo cual si Fortunato se hallara en uno de esos recovecos, ahí permanecería penando de por vida.
XII
Que se resguarde un olvido para que haya memoria…
Al interior hueco de los cerros y montañas se extienden laberintos subterráneos que configuran estancias habitadas. Paralelas al mundo que, al aire libre y en la superficie, ocupan los mortales, su encierro resguarda múltiples riquezas, tangibles e incorpóreas. En esos ámbitos cercados residen las almas de las cosas y las de los humanos, yúultuk y túunal. También perduran los espíritus de los Dioses y Ancestros.
Estas ánimas las palpa un gesto simple, certero. La mueca de la mano cierne polvo. La arena negra se desliza entre los dedos que irradian luces como Estrella. Su precipitado magnético produce un escozor ebrio en la palma sensible. El diente muerde una verdura fresca y siente en su crujir la vida que se extingue. En su desamor, en su normal desapego por los Mundos paralelos que podrían mancharla. Nudus exii de utero matrix: desnudo surjo del útero de la Tierra. Marca el exilio terrestre de lo que vive en otro tiempo.
A continuación enumero esos recintos clausurados a la mirada humana sin savia, tal cual los relata una tradición indígena irreconocida por el olvido que nos consume. Habla de un pasado imperfecto que transcurre sin memoria palpable, a la par de quienes hacen el elogio del recuerdo. Habla de territorios de ceniza, de piedras que bullen, de huesos que renacen de su latido originario, de plumas almacenadas en el sosiego, de ciudades de polvo y agua. Habla del maíz enterrado que en su pudor reproduce la sustancia viva de lo que palpita. Habla del fragmento de cuerpos en retoño. Y de su cercenamiento en vidas que se continúan después de la muerte.
A. Maíz
En el cerro donde se aparean chejes, el carpintero de pecho dorado repica impaciente hasta extraer el apacible maíz de su sueño eterno. Inútil y reposado, se esconde en grutas que los Dioses desdeñan. La violencia es el hurto que lo sacude de su sopor milenario. Del ocio de los siglos que lo guarda de todo acecho, Divino y humano, sólo la Tormenta que desatan conflictos familiares destituye su letargo. Brota a multicolores, del azul oscuro al amarillo, del blanco nácar al pinto, hasta esperar ilusionado que el regadío lo difunda en alimento pese a los aprietos mundanos que su sopor ignora.
B. Ilama
Bajo el arroyo manso donde la ilama propaga su vocación de limo, yace el mundo de un Dios Tutelar a múltiples nombres. Es el Señor de los Venados. Se llama también Dueño de los Bosques, Patrón del Lugar de los Árboles, Señor de la Montaña. Anciano de las Cavernas. Él obliga a que el verdugo restituya las víctimas de los desaparecidos, a que fecunde los huesos desnudos de los ajusticiados. En su morada el tiempo expresa una categoría relativa a la vivencia del asesino, quien por deber multiplica el grupo masacrado. Para él, “hoy es ayer”. Los vivos son muertos que vagan “cuyos rostros” reflejan esqueletos reencarnados en lama. Y en nosotros, mortales, que sin congoja ni instante de gloria reposamos como estanques, se manifiesta el destello de las múltiples formas de lo que no termina.
C. Vida latente
La vida latente balbucea su temor de primavera. A tientas resucita entre el plumaje que la eleva a lo azul del vuelo y la materia ósea que la retrae a lo rastrero y castaño. Penacho y sencillez entre el encanto taurino y la paciente recolección de cadáveres que realizan los ancestros. Oro y desnudez circulan como néctar de alga al interior de la flora. Sangre de fauna en la arcilla. Mientras haya huesos y plumas, la vida sigue latente. Retoña del moho.
El ofidio que se enrosca arropa pueblos enteros en su espanto. Su doble es el Anciano a nombres variados e identidad cambiante. Jamás es el mismo, uno y múltiple hacia lo infinito como todo lo viviente y su réplica abstracta, el número (n+1), sin afición de nube. Alma de las piedras y de la roca; azote de lo que transita solitario por el bosque. Madre-Tierra y Terror, en inconstante figura estacional de organismo que florece y decae. Como Árbol fructifica y se deshoja. Se tala y retoña. Mutilado renace. Es lo que busca existir antes de pensarse. Previo a todo soplo cuya estirpe es la palabra. Arkheo-Logos: Dicción-de-los-Comienzos.
CH. Cuevas
Las cavernas son los orificios del cuerpo vivo de la Tierra, templos de ingreso y egreso a su intimidad profunda. Hacia la cumbre el Orbe observa, respira y escucha. Conversa con quien lo atiende; se alimenta de humanos que absorbe. Hacia los precipicios y barrancas, orina y defeca. En los valles se reproduce y multiplica. A veces se entremezclan los sitios, al reunir lo sagrado que contamina con lo profano que preserva. Lo limpio y lo sucio. Prolifera lo que mancilla. La cueva es a la “Montaña” como el “libro a la lengua”, aquello que (se) descifra.
Remeda lo superior y astral de quien recibe la lluvia que la humedece. Hacia lo celeste se alza en vapor de Estrella. En su seno guarda las reliquias de lo presente. Las partes duras de lo vivo son semillas de la Tierra. Los huesos conservan viva una capacidad reproductiva, una energía anímica secreta la cual permite la renovación primaveral de lo existente. Hay osarios tan vastos como graneros hacia lo hondo de aquello que cifra.
D. Feudo de Muertos
Hay un territorio opaco y gris como hacienda colonial con trabajo a destajo. Ahí se ingresa por invitación expresa a seguir los caminos que penetran a lo hondo de los cerros. Por pacto con el Señor de la Montaña a quien le pertenecen selva y animales. Talvez por rapto u osadía. Es un Feudo injusto que mantiene ardiente el fuego y las fumarolas del volcán de Izalco. Habitan leñadores que en rosca talan un Árbol infinito cuya asta sostiene el cerro. Su madera lo alimenta. Es una heredad abusiva donde los inquilinos se despedazan, hasta partirse los sesos, para mantener viva una energía de Muerte. En su labor diaria, acumulan leña hacia el fuego inextinguible; cosechan huesos para que el Hado se prolongue. Es un Feudo en el cual perduran los que antaño perecieron, aquí mismo cerca de casa. Es un Feudo de Muertos, organizado y lúgubre, que sólo la chuquía de los vivos, el hálito vital, trastorna por su olor a vanidad mundana.
A su lado, hay otro recinto en pendiente con un Árbol tan inconmensurable como el primero. En su encierro, los aldeanos calientan agua en vasijas que mantienen alzadas en varas y les gotean la cabeza mientras trabajan, siempre a destajo. Caminan como fumarolas teñidos de negro lustroso y franjas en ocre sin vaivén continuo. El valor de los objetos subterráneos invierte el coste que poseen en la superficie de la Tierra (Estoiberita, Cu5V2O10). Al mundo de lo manifiesto y de la representación, subyace el del duelo y el del desafío. Latencia y latido.
E. Atlántida lacustre
Hay un reino bajo el lago al que un pescador acude por rapto del Anciano. Así cuenta su testimonio a quienes lo entierran y creen muerto. Su cuerpo único yace inerte, pero sus dobles almas emigran reunidas sin ahogo. Juntas deambulan por surcos que se abren entre las aguas al tañer de una flauta. Al pulsar de un pito navega sin deriva. Hay un reino seco y sin humedad bajo las acequias. Poblado de ancestros, ancianos y ancianillas que observan a los vivos con extrañeza. Son pulcros, dotados de servicios y favores que les conceden los peces. Hay un reino con mansiones, agua potable y vajilla bruñida. “Ahí les serví en vasijas abrillantadas, lave manos y pies con la humildad del vasallo”. “Escuché el tronido de su tacto en el agua, blanquecina al salir el sol”. “Observé el Árbol a follaje oscuro y hojas en espiral, cargado de frutos que se maduran al alba, su único alimento”. “Y escapé al robarme una flauta que diseña ranuras en el agua. Así atestiguo de mi paso por el mundo”. Hay un reino que ni siquiera los hombres de maíz alcanzan. Más rancio que la Ceiba. Hay un reino…
F. Coda
Ignoro si esos recintos se comunican entre sí o permanecen aislados sin vías de tránsito interior. No soy un iniciado en ningún arte del subterfugio a los infiernos. Jamás recibí el don de inspeccionar los mundo de ultratumba ni las cábalas ocultas. Con toda modestia, soy un simple traductor e intérprete de una literatura salvadoreña que pocos reconocen como tal.
No aspiro sino a difundir el olvido. Aquello que la memoria histórica de un país desdeña para recordar selectivamente lo que es. Abogo por una nueva disemi-Nación que en su recuerdo resguarde toda aquella semilla ósea que intranquila palpita al interior cóncavo de la Tierra. No hablo de una Nación que se descubre en su literatura, sino de otra Nación que se funda en el olvido de su literatura. Bajo el río Lempa, invisible mana un afluente, el Lethe, uno solo de tantos Mundos paralelos al nuestro…