Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
La mañana siguiente, luego de bañarme y vestirme, me dirigí al café Bella Nápoles, una cuadra al sur del Teatro Nacional. Cuántas veces no habría recorrido esta calle de las librerías ahora ausentes. Sólo llevaba la carpeta amarillenta bajo el brazo y unos cuantos papeles en las bolsas del pantalón. Pese a que no daban las ocho, las calles se hallaban abarrotadas de ventas, baratijas, ropa, y todo tipo de mercancía en ganga. El desayuno fue suculento. Sirvió de paliativo a la falta de cena. Unos huevos rancheros con buen chile, jugo de naranja, pan tostado con mantequilla y un café aromático y espeso me dejaron satisfecho.
En seguida, me acerqué a la iglesia San José a hurgar en unos pequeños estantes de libros usados. Encontré una primicia, Lecturas nacionales de Saúl Flores en su primera edición de 1940. Me interesaba la última página censurada en las ediciones siguientes. Con noble orgullo, quien difundió la literatura nacional en las escuelas secundarias reconocía al mecenas de las letras nacionales, el general José Tomás Calderón.
Por esta ocultación de los motivos políticos del arte nacional, se motivaba mi viaje en lo más profundo y, acaso, la desaparición furtiva de mi amigo. Así era siempre. La sustancia se escondía bajo una nueva forma. Ya no se apreciaba el metal o la madera de un objeto, sino se estimaba en su calidad de silla, mesa, escultura que encubría su origen natural más recóndito. En uno de esos disimulos, a lo mejor, había quedado Fortunato disfrazado sin continuidad en el presente, de igual manera que se tapaba el sustento militar de las lecturas nacionales.
Satisfecho, con el libro bajo el brazo, caminé unas cuantas cuadras hasta llegar a un costado de catedral. Casi por inercia penetré tras el enrejado que la protegía de la noche y de los transeúntes. A paso moroso descendí una escalinata para llegar a la cripta que guarecía los restos del arzobispo mártir, Monseñor Arnulfo Romero. Si con cautela deposité un pétalo diminuto, no por ello dejé de pensar en la encrucijada en que me inmiscuía.
Me parecía singular que las mayores figuras políticas de la pasada revolución fueran religiosas. Su filiación católica definía un carácter nacional que difícilmente se traducía hacia otras latitudes culturales, salvo por su ejemplo de entrega y denuncia. En comarcas ajenas, el estado laico se separaba de la iglesia, o las mismas lecturas adoptaban enfoques tan distintos que estarían en conflicto con la prédica local. Pensaba qué sería trasladar esa reflexión hacia otras países. Acaso se hablaría de un frente islámico en el Magreb, de otro budista en Asia, politeísta y sefardita en Aztlán, al adaptar ese mensaje a lo regional. Hasta el amigo más íntimo, Fortunato, me había declarado su devoción ferviente por el cambio social.
A sólo dos cuadras se hallaban la Biblioteca Nacional y el Archivo General de la Nación. Debía atravesar la plaza en la cual pululaban desocupados y paseantes. Un grupo se aglutinaba alrededor de un individuo que, a torso desnudo y pantalones coloreados de payaso, ingería un trago de gasolina, lo revolvía en la boca como si catara el mejor de los vinos, para luego al escupirlo, darle fuego y solicitar monedas a cambio. Lo rodeaba gente de todas edades que aplaudía la proeza.
A la entrada del Archivo, había una reja alta que cuidaba un policía. Le fascinó que le contara mi procedencia de Aztlán, lugar de origen de los mexicas que los habitantes de este país habían olvidado y no reconocían como propio. Me informó que la sala de recibo estaba cerrada por varias horas debido a una reunión. Pero me ofreció una breve visita antes de mi ingreso. La construcción que albergaba el archivo era suntuosa. Tenía plafones altos pintados en beige opaco de lámina acanalada que daba la impresión de madera labrada. El piso se entretejía como alfombra persa en una baldosa de cemento a multicolores con orlas blancas a las orillas encadenándose en flecos geométricos y barrocos. El edificio cuadrado poseía un pasillo a techo cubierto sin pared exterior. Lo recorrimos juntos hasta llegar a la puerta principal mientras observaba el profuso jardín tropical que reverdecía al centro. Había araucarias, algunas palmeras y enredaderas que floreaban sonrojadas en el verano. Del suelo se alzaban amplias hojas onduladas como brazos en sed de nubes.
—Bien, mil gracias, le agradezco la visita. Regresaré en un par de horas. Me despedí del guardia con suma cortesía. Y acuérdese de lo que le conté. Y del Chicomoztoc, le añadí.
—¿Del chico qué; de cuál cipote?, me replicó.
—No se trata de ningún niño, le aclaré, sino del lugar de las siete cuevas. El del origen, de donde salieron los mexicas. Fíjese que esos hoyos de la tierra equivalen a los orificios del cuerpo.
—Ah sí, ¿cómo es eso?
—Las siete cuevas del origen son las que tenemos nosotros. Míreme y contémoslas. A veces vienen en pares. Dos ojos, 1, dos orejas, 2, dos fosas nasales 3, la boca, 4, el ombligo que nos alimentaba antes de nacer, 5, la uretra, 6, y el ano, 7. Ya ve, el Chimoztoc en persona es el cuerpo vivo de cada uno de nosotros. Esa es nuestra patria original. La que le sirve de casa al alma.
—Ah, fíjese, que ingeniosos eran. Y ahora ya nos olvidamos de todo esos volados tan sutiles por estos enredos modernos. Como que ya no le damos importancia a lo que más vale. Mil gracias por la explicación. Aquí voy a estar para recibirlo cuando regrese. Tenga cuidado.
La salida me asombró. El edificio parecía asilado del resto, tanto por el estilo clásico tardío, sus seis columnas al frente y la verja verde que lo protegía de los intrusos, así como por su contenido y calma interior. Afuera reinaba el barullo. La ciudad bullía en su desorden y ruidos inacabables que aún no lograba armonizar en sinfonía. El comercio informal invadía las calles. En competencia voraz, había más vendedores que transeúntes. A ambas esquinas se vendían hamacas de hilo tejidos y de lona a colores brillantes. Más allá pululaban puestos de comida rápida. Olores de manteca hervida y col en vinagre de piña inundaban la plaza a un costado de catedral y del archivo.
Me acerqué a un puesto de frutas y pedí un jugo de naranja que exigí me lo exprimieran al instante, “para que no pierda la vitamina c” argumenté. Al lado sonaba una música tropical estridente y repetitiva que no reconocía. De reojo revisé la exhibición de CDs más cercana y mientras la señora exprimía naranjas a mano me proveí de un CD MP3 con la discografía completa de Silvio Rodríguez, un poco ortodoxo y llorón para mi gusto ecléctico. Pero el precio validaba la elección.
Me acerqué a la Biblioteca Nacional cuyo edificio se acoplaba mejor al ambiente callejero que lo rodeaba. No tenía verja verde oscuro que lo protegiera, salvo por un pequeño estacionamiento privado para los empleados. Sus costados los habían invadido las ventas informales. En un flanco vendían hierbas medicinales e imágenes religiosas igualmente curativas.
Del otro, contra la pared exterior de loza negra, a manera de mármol, colgaban carteles decorativos que contrastaban por sus figuras tan disímiles. Había para todos los gustos. Muñequitos rosados o celestes con flores para cuartos de niños, Cristos con coronas de espinas, sangrantes y otros sin gota alguna, Virgen de Guadalupe, Virgen con niño, ángel de la guarda dulce compañía junto a mujeres semi-desnudas y provocadoras, guerreros y películas de violencia. Ventas de mangos y naranjas.
Este cuadro formaba un mosaico que enmarcaba los archivos históricos más valiosos del país. Quizás no me sería posible comprender el pasado sin transcurrir primero por este recuadro actual. Debía vivirlo, palparlo, olerlo, antes de entender la historia. No podía indagar el paradero del amigo extraviado, sus pesquisas literarias, sin recorrer trayectos mínimos de esa ciudad caótica, sin orden aparente. Cada edificio era un microcosmos en sí que se aislaba por medios arbitrarios del mundo exterior. Las verjas y los muros servían de coraza para separar los interiores del bullicio que los rodeaban.
Existían mundos paralelos, simultáneos, que convivían cada uno en su espacio propio dividido por fronteras las cuales no toda la gente franqueaba con facilidad. Debía adquirir “el arte del desplazamiento”, entrenarme en artes marciales para evadir obstáculos físicos y mentales que separaban los lugares. Luego de sortear entradas resguardadas del ruido y de presencias callejeras, hacia el interior, se desplegaban universos del pasado, ordenados en catálogos numerados. Hacia el exterior, abierto y sin simetría estricta, reinaba un hormigueo sin inventario.
No me preocupaba cernir ese vaivén paradójico, contradictorio, entre la historia y el presente, entre el interior y el exterior. Me inquietaba encontrar rastros, aún fueran tenues, del amigo extraviado. Un escalofrío me recorrió el cuerpo entero, pese al calor húmedo que invadía el ambiente. Este espasmo brusco parecía indicarme que había de cambiar el rumbo. Di media vuelta y, en lugar de entrar al edificio de lápidas negras que albergaba la Biblioteca Nacional, me dirigí en dirección contraria.
Atravesé la plaza a paso agigantado. Pese a mi rapidez era difícil desatender el bullicio cotidiano. Algunos personajes parecían vivir ahí de manera permanente. Un vago con todos sus pertenencias en un carrito de supermercado dormía a pleno sol. El grupo que se aglutinaba alrededor del escupe-fuego se había dispersado y ahora otro círculo se formaba cerca de un payaso a peluca pelirroja, pintado, haciendo piruetas. En la esquina, cruzar la calle hacia el sur, fue toda una proeza. No sólo había de esquivar buses y coches; también sorteaba lo que los pasajeros arrojaban a la calle. Con sonrisa burlona, un niño resintió el mal tino de un escupitajo que cayó a mis pies.
Birlando obstáculos, con técnica marcial de circular por ciudades populosas, a ritmo sesgado y veloz, emprendí el camino que conducía al hotel. Transcurría entre ventas de frutas y verduras tropicales cuyos sabores había olvidado con los años. Sus nombres eran intraducibles al castellano y otras lenguas. Chufles o espárragos de clima cálido; motates o cogollo de piña; flor de izote o pétalos encerados que guardaban celosos la amargura del símbolo nacional. Guanaba o pulpa aterciopelada de blanco a pepitas pardas, envuelta de verde olivo; mamey o durazno tórrido. Las mil y una noches del mango. El platillo más nutritivo lo ofrecían unos niños. En su sonrisa ilusa, vendían iguanas cargadas de huevos, para preparar un mole o alhuaxti, tan ancestral que jamás se celebraría como típico ni nacional.
Frente a la plaza siguiente, la de la libertad de una independencia llegada de afuera, atravesé portales de abolengo en ruinas. Los almacenes de electrodomésticos y ropa, sin prestigio, competían a su entrada con borrachos acolchonados que roncaban la resaca de la noche anterior. Un predicador evangélico cantaba salmos a los transeúntes. Doblé a la esquina, seguí esquivando puestos que comerciaban su estadía con los vehículos, curiosos serenos a la compra de baratijas y transeúntes apurados. Di media vuelta y regresé al Archivo. A refugiarme en la belleza del pasado, luego de esquivar el arriesgado albur del presente.