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San Salvador matinal IV

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

[email protected]

Desde Comala siempre…

 

Al llegar al hotel, entré apresurado luego de la mirada ritual a través de la verja del guardián para cerciorarse que no venía ningún intruso.  Deposité papeles, CDs, libro, tomé una ducha rápida para quitarme el calor, me puse camiseta negra y jeans y volví a salir.  Sólo llevaba un par de fotos y unos cuantos dólares en el bolsillo.  Ni siquiera el sobre de Fortunato reclamó mi atención, salvo que comprobé que me lo dirigía a mí por la dirección postal sin nombre que figuraba al frente.  Acaso su destino auguraba el lugar más propicio a su lectura, que debía resistir hasta el regreso.

A unas cuadras quedaba un mercado de artesanías, un viejo cuartel quemado, una cuadra al sur de los puestos de libros usados, frente a la iglesia San José.  Casi a su costado comenzaba la zona de burdeles.  Me detuve frente al primero.  “Chupadero y pisadero”, me musitó un señor sentado en la acera.  Reía mostrando su dentadura incompleta y con señal morbosa me indicaba la penetración que gozaba al relamerse los labios.  Seguí de largo por calles menos transitadas pero lúgubres en su desidia y pobreza, pese a la hora matutina que las iluminaba y hacía menos peligrosas.  Me faltaba atravesar una amplia avenida en honor a un Papa, para llegar al parque Centenario.  Saqué la foto que llevaba en la bolsa del pantalón y emprendí la búsqueda.

No resultó difícil encontrar a la Bebita.  Luego de dos o tres cervecerías, di con ella.  Me bastó indagar con su foto.  Al principio hubo sospecha.  Me veían como ser extraño.  En la primera me tomaron por policía y se negaron a darme información.  En la segunda la sospecha menguó.

—Tenés acento raro, recalcó una mujer sentada al lado de la puerta de entrada.  Pronunciás todas las letras.  ¿Vení gringo, vamos?, insistió haciendo un ademán de ingreso con la boca.

—No, no soy gringo ni tampoco policía, insistí.  Soy de aquí, pero hace años que vivo en EEUU.  ¿No te das cuenta que hablo español sin acento?

—Con razón, se te pegó el modo.  Hablás bien pero tenés modales de gringo y con esa tu camiseta negra abotonada arriba hasta parecés cura.

—¿La conoces?, volví a repetir el interrogatorio que sin resultado había realizado hacía un momento.

Miró la foto que sostenía yo entre los dedos.  Sin mirarme, con el mismo ademán de los labios con el cual me había insinuado la entrada, apuntó hacia un negocio vecino.  Se lo agradecí tanto que accedí a regalarle el dólar que me pedía para tomar algo “en esta mañana sin clientes”.  Salvo algún desocupado que desde una banca en la plaza gozaba del paisaje urbano, había pocos peatones en la zona a esta hora tan temprana.

En los cafetines o cervecerías, abiertos pero sin clientes, destacaban las mujeres sentadas afuera en sillas de plástico a colores llamativos, como mi informante, o al interior, casi a la entrada, encorvadas entre bancas y mesas de madera que juzgué bastante incómodas.   Caminé una media cuadra por la acera opuesta, sucia quizás por un mercado itinerante que se instalaba a días dispares, hasta llegar al cafetín señalado.

Parecía vacío, aun si la puerta de madera descascarada y la ventana también de madera con una reja oxidada que la protegía de la calle, se hallaban abiertas.  Sin suerte, pasé un par de veces al frente, pero ya se hacía obvia mi presencia en esa calle desolada, salvo por un  depósito resguardado a la entrada por un policía particular.

—Dejá de andar aplanando calles y vení, vamos al cuarto, me llamó una mujer sentada en una ventana a verja igualmente corroída.

No le hice caso.  Seguí de largo hasta la esquina y di media vuelta para regresar frente al cafetín señalado.  Ya no podía seguir caminando en círculos, así que decidí entrar.  El piso estaba recién trapeado y húmedo.  A la derecha había un tragamonedas que las convertía en música y, a su lado, una mesa y bancas de madera cuya incomodidad había notado.  A la izquierda, otras mesas y bancas.  Traspasé un umbral al frente para encontrar un reducido espacio de cocina y servicio, y otra sala estrecha también con más mesas de madera.

Un joven lavaba platos afanado.  Lo saludé temiendo interrumpir su labor y como excusa para perder el tiempo le pedí algo de tomar.  No había agua mineral por lo que debí conformarme con un sprite.  Me senté unos minutos junto al aparato de música como si yo fuera la pieza de exhibición y venta carnal a los paseantes.  Presentí que podía permanecer ahí un buen rato sin que nada sucediera.  Luego de unos diez minutos, de medio refresco, me acerqué al joven que había terminado de lavar y, como excusa, le solicité el baño.  Sin referir palabra me señaló con el dedo un cuartucho de lámina acanalada al cual ingresé a orinar casi por inercia.  Al salir volví a abordarlo con una pregunta más directa.

—¿No hay nadie?, inquirí con aire de cliente exigente y disgustado.

—Es muy temprano.  Están en su cuarto dormidas o arreglándose. Ahí hay una, tóquele, dijo señalando una puerta al fondo del pasillo.

—¿Y está la Bebita?, lo miré a los ojos atreviéndome a indagar el motivo de mi visita.

—Ella es, tóquele sin pena.  ¡Bambi!, vení, te buscan, gritó.  Siéntese, ya va a venir, me aseguró.

Regresé a la mesa y seguí tomando el sprite sin ganas.  Saqué la foto de Fortunato para adelantar la pesquisa sobre el amigo desaparecido y continué a la espera.  Luego de unos cinco minutos y de que un mirón observara extrañado mi presencia, llegó la Bebita.  La reconocí por la foto de su cara que había guardado en el bolsillo del pantalón.  Pero la desconocía de cuerpo entero, el cual recorrí con la mirada.

Era alta, morena, joven a mi juicio, entre veinticinco y treinta años, bien proporcionada, ni muy delgada ni gorda.  Vestía una blusa blanca sin mucho escote y una minifalda en jeans y sandalias.  El pelo que le llegaba a los hombros, lo llevaba recogido con un broche que mostraba unos aretes de fantasía.  Noté que acababa de bañarse ya que el pelo estaba humedecido.  Olía a lluvia.  La invité a sentarse y le ofrecí de tomar.

—El mío cuesta el doble, aclaró, mientras me extendía el brazo para reclamar el pago.  De inmediato se dirigió al servicio a pedir una coca.

 

Regresó ingiriendo el primer sorbo.  Se sentó frente a mí e inició la plática desinhibida.

 

—¡Ah!, tenía sed, expresó el deleite de recibir una invitación a tan temprana hora.  Está bien helada.  ¿Así que me andabas buscando?

—Sí, le aseguré, mirándola a los ojos que resplandecían en su café oscuro.  Quiero hablar contigo.

—¿Hablar?, me interrumpió.  Yo creía que íbamos a entrar al cuarto, mi primer cliente, el de la suerte.  Yo no estoy para hablar paja sino para el negocio.  Doce cobro por el rato, papacito.

—¿Y por la hora cuánto cobras?, le pregunté mientras le agarraba la mano izquierda.  La acaricié para que un contacto corporal calmara su reclamo.  Al advertir que no resistía el roce de mi palma sobre el torso de la suya, sino lo aceptaba complaciente, le mostré la foto de Fortunato.  ¿Lo conoces?

—Bueno y entonces, ¿vamos a entrar o qué?  El doble cobro por la hora y por adelantado.

—Tranquila, la calmé con la mano palmeando sobre la suya.  Te voy a pagar la hora.  ¿Lo has visto?, insistí.

—Sí, era un buen cliente.  Hace años que no sé de él.  Pero ni que fueras policía.

—No es eso.  Era uno de mis mejores amigos, pero desapareció de repente sin dejar rastro y lo ando buscando.  Él me mandó tu foto, mira.  Me puse de pie, metí la mano al bolsillo y se la mostré.

—Me la tomó hace varios años, me aseguró con sonrisa complaciente.  Me pidió un recuerdo y se lo di.  Me dijo que se iba del país y quería llevarse algo mío, pero no cualquier cosa, sólo una foto de mi cara.

—¿Y él no te dejó nada a cambio?

—Claro, me regaló una página escrita que está en el cuarto.  Me trataba muy bien.  Siempre me pagaba casi el doble.  Me traía de comer y me dejaba propina para tomar algo.  Me tenía cariño.  No era como los otros que se emborrachan, se ponen violentos y quieren abusar de una.

—Enséñame lo que te dejó si no te molesta.

—A veces venía con unos amigos suyos que decía que eran escritores.  Se ponían a tomar, escribían locuras y las leían a altavoz.  A mí me pagaban por estar con ellos oyéndolos y servirles.  No mucho les entendía.  Pero una aquí ya está acostumbrada a todo, desde estudiantes, religiosos, periodistas hasta niños ricos, comunistas y borrachos.  Casi todos los hombres son iguales.  Vienen a chupar, chimar y se van.

—¿Puedo leer el escrito que te regaló Fortunato?

—No es mayor cosa.  Es una página que está en el cuarto.  Si querés, vamos.  Pero primero pagame, porque me descuentan lo del cuarto.

—Toma, le extendí un par de billetes de veinte dólares, con esto te pago casi lo mismo que te daba Fortunato.

Entramos hacia el área del servicio.  Ella se quedó pagando y me señaló el cuarto del fondo para que me instalara.  Entré por la puerta de madera podrida por la humedad en la parte de abajo.  Me causó vértigo el encierro.  No había ventanas ni ventilación.  Una cama doble llenaba la casi totalidad del cuarto.  Había una silla de madera, una mesita y un cofre al pie de la cama con una imagen arriba.  La luz era tenue.  Me senté en la silla, al lado de la cama y esperé.  Unos minutos después, entró la Bebita con un rollo de papel higiénico y un preservativo que colocó sobre la cama.  Al cerrar la puerta mi sentimiento de encierro y claustrofobia se acrecentó.

—Por si acaso te dan ganas aclaró.

—¿Y el escrito de Fortunato?, reclamé.

Se sentó a los pies de la cama, abrió el baúl y comenzó a hurgar las pocas pertenencias, en su mayoría prendas de vestir, que guardaba cuidadosamente dobladas para que no se ajaran.  Del fondo extrajo un papel rayado de cuaderno escolar, el cual me entregó.  Al desdoblarlo, las líneas marcaban de tal manera el escrito que hacían difícil su lectura.  Lo recité a altavoz.

«Tú eres el mar y las olas, la arena negra magnética que atrae y requema.  Relumbras al sol y, al palpitar, haces más sombría la noche al volverte estrella.  “No te quiero nívea, no te quiero alba, no te quiero blanca”.  Te quiero morena y manchada.  Luminaria fugaz, entrecruzas el páramo agreste durante el cuarto menguante.  Recorro tu cuerpo cobrizo como las olas que invaden la playa.  Me adhiero a ti como el percebe marino a la roca.  Sediento y afligido.  Cato con timidez tu piel salobre y oscura como la espuma marina se deshace al solo palpar la roca.  Somos el estero que confunde las aguas dulces y saladas; de su fondo nacen conchas negri-rojas, que se retuercen ácidas en su melancolía de sílice.  Nos enrollamos como manglares que se engarzan en un solo movimiento vertical.  Nuestras raíces se hunden en espiral hacia tierras turbulentas y sosegadas.  Nuestro ramaje se alza solícito buscando la nube.  Somos el agua que mutante cambia de estado.  Lluvia que cae y fertiliza; vapor que se eleva y huye.  Nos abreviamos en un solo navío para desaparecer en la bruma.  Efímeros nos condensamos sólidos en el líquido de un litoral pacífico hasta que el vaho nos invade y evapora.  Y de mí no queda en ti sino un leve manto de alga que ante el sol desaparece».

—No está mal, le dije.  Se nota que te quería.  Te tenía un enorme afecto.  ¿No te contó nada de sus amigos y grupos que frecuentaba?

—Sí, me quería llevar a Los Planes.  Yo le dije que ahí se iba sólo a comer pupusas y al mirador.  Pero él insistía en que había algo más, que era un lugar mágico, que ahí estaba la casa de un señor salado, sala no sé qué.

—¿Salarrué?, le repliqué.

— Sí, ése.  Me quería llevar a conocer ese sitio, que ahí se desdoblaban y que yo era gemela de una tal Hiaradina o algo así, que lo leía en mi piel morena oscura y por eso me acariciaba con tanta calma para descifrar en mis poros las letras de un libro azul.  Eso me decía, que mi piel era dorada como la de un venado.  Yo le respondía que estaba loco.  Que qué había fumado.  Pero, al fin, nunca fuimos.  ¿Cómo es eso de que una tenga dobles?, me interrogó curiosa.

— Por la reencarnación o división interna, le aclaré categórico.  Tu alma pasa a otro cuerpo o se desprende del tuyo en sueños.  ¿No te habló de la teosofía?

—Me contó de los reencarnados.  Me repetía que yo era una de ellos.  Creía que hacía siglos me había conocido.  Yo me reía de él y le decía que yo sólo creía en la Sihuanaba y en la mujer descarnada, esa que se aparece en pedazos.  Pero insistía que en mi cutis aparecían letras de un códice perdido, agregó mientras con la mano derecha gesticulaba movimientos de caricias alrededor del cuerpo, semejantes a los que Fortunato había gestado al “leerla”.  Así me leía, concluyó.

—Y de los amigos que venían, ¿te acuerdas de alguno?

—Sí, agregó entusiasmada.  El más divertido era su primo Rafael Taddei, creo que se llamaba.  Nunca venía solo.  Se ponía a cantar, recitaba poemas e invitaba a medio mundo a tomar cerveza.  Una tarde cerramos la puerta pues decidió invitarnos a todas.  Pusimos la música a todo volumen y bailamos horas cerveza en mano.  A él le gustaba la Margarita que ya estaba acompañada y regresó a su pueblo ahí por Sonsonate.  Se quedaba horas platicando y acariciándola.  Yo le decía que era culero.  No chimaba.  Sólo la besaba enterita y le decía que se parecía a Gnarda, por morena, “ni que fuera gnomo o Cipitía”, le respondía.  Casi se la comía.  Pero no chimaba.  Era raro.  A veces le decía yo que parecía cura.  Eso sí, la acariciaba con una lentitud como si le contara los pelitos.  Así la besaba también.  Se le quedaba viendo a los ojos y le decía que no necesitaba cogérsela pues por ahí entraba.  Era raro.  Casi se la chupaba.  Tomaba poco.  Le encantaba que la Margarita se la diera de boca a boca y le decía que era su copa.  “Tu desnudez es mi vino delicioso”, le repetía.  Otro día, ni me lo vas a creer, vino con varios amigos.  Todas nos sentamos con ellos.  Y comenzaron con sus locuras a leer unos escritos que traían, a tomar y nosotras que casi ni entendíamos lo que nos decían.  Pero nos trataban tan bien y nos pagaban el doble así que ni modo.  Decían que sin nosotras, sus musas, no podían hacer nada.  “Tu belleza, la cara.  Tu belleza, las piernas.  La casa de tus ojos.  Mar de tus afluentes”.  Leé este papel, agregó sacándolo del baúl todo doblado, que un día dejó Rafael aquí olvidado en una de sus borracheras.

 

«Con la nostalgia de lo que jamás sucedió, lamento el estado de los cadáveres de mis años mozos.  Los despojos de la niñez y de la adolescencia yacen ante mí con la misma certeza que el vecino se acerca a comentar los eventos del día.  Sé que soy un misterio para él, una simple ficción, bajo un cuerpo revestido y enmascarado de frases corteses y comentarios frívolos.  Como también soy para mí mismo un disimulo, al forjarme una identidad distinta a través de las letras y de la lengua.  Ignoro quién es RT disfrazado tras un comodín material que se me ajusta tan a la medida como un traje de buena marca.

Escribir es olvidarme.  Al disfrazarme en palabras, revelo y escondo quién soy.  Por esta pantomima verbal, que se deteriora tal cual se estropea la ropa vieja, cambio de atuendo y de palabreo a intervalos regulares.  Con toda honestidad, me confecciono “personalidades inventadas” que obedecen más a deseos entrañables que a una realidad manifiesta.

Soñar es una actividad permanente, la única vía realista que reconozco en un verdadero “hombre público y de acción”.  Si pudiera hacerlo, cambiaría de cuerpo y de lugar como de camisa y pantalones que alternan a diario según la etiqueta que cumplo, y los vocablos que se canjean para mantener un ritmo en el escrito.   Pero reconozco que esta libertad de muda absoluta rayaría en el libertinaje y, al instante, me resulta prohibida.  Desde el inicio del tiempo, no me consultaron de la opción a vivir bajo una forma biológica más adecuada a mi gusto terrestre.

Luego de largos años, confieso que me acomodo tanto a este traje corporal que de inmediato rehúso deshacerme de él aun si reconozco en el sui-cidio, en la muerte de sí, la única forma de fallecer.  Nadie puede confiscarme la muerte, pese a que alguien me quite la vida.  Por eso, no me preocupa morir de mí.  Más bien, me inquieta cómo idearme el artificio social de la vida para que al fingir una causa me sea más liviano ganar el sustento.  Este móvil justo lo arguyen todos mis colegas a mi alrededor, y advierto que les resulta un ropaje mundano bastante cómodo a sus propósitos más urgentes.

La diferencia la establece confundir esa imagen social consigo mismo o, en mi caso, anotar una separación tajante.  En este cisma inevitable, declaro que me adhiero a una “divina comedia” al reconocer jocoso la distancia entre la raíz íntima que se oculta y la figura corporal que emerge hacia la superficie de la tierra.  Por esta razón, abomino de los seres trágicos que identifican lo invisible con su cargo social superior, el cual siempre me promete un sol más radiante y flores más coloridas, una primavera eterna.

Por mi parte, estoy condenado a vivir en el encierro de una oficina contabilizando horas y números sin quejarme.  No me lamento pues sé a ciencia cierta que, en un mundo injusto, si no me emplearan en este sitio, me colocarían en un lugar similar o más detestable aún y seguiría penando porque la utopía no está hecha a la medida de mi persona actual.

No escribo para recordar sino, insisto en olvidar la vida y pulir la imagen social, la mascarada que me recubre, para que la raíz oculta despeje al menos unas cuantas hilachas de su sopor otoñal.  Así aplico la más estricta convención en boga, la que me impone mantener cierta pulcritud por el baño diario y la ropa limpia, a defecto del canje de cuerpo y forma biológica que me está vedado.

“La literatura es la mejor manera de ignorar la vida”…»

—Es increíble; bien, mil gracias, le agradecí.  Creo que con esto que me has contado es suficiente.

—Ah, sabés, se me olvidaba algo de Fortunato, algo divertido.  Al principio, cuando me conoció, no me tenía confianza y me dijo que se llamaba Alejandro Martínez.  Hasta que fue cliente fijo me dio su nombre, Fortunato Velado Taddei.  “¡Qué extraño le contesté yo!  Pero así sos vos, le dije, raro, zarco y guapo”.

—Ya ves que si él no te dio su nombre verdadero la primera vez, yo tampoco puedo hacerlo hasta que nos conozcamos mejor.  Ya nos veremos otra vez, pronto, aunque sea bajo la figura de nuestros dobles, tú como Hiaradina y yo como…  Creo que Alejandro Martínez era uno de esos dobles de Fortunato, una de sus máscaras.

—No me vengás vos también con locuras como la de Fortunato.  Él no tenía doble cara como la Sihuanaba.  Era cabal y siempre me trató bien.  Yo eso de los reencarnados y dobles no lo creo mucho.

Deposité unos cuantos dólares de “propina” sobre la cama, según me lo había sugerido y me dispuse a partir.  Ella me inquirió.

—¿No vas a chimar?  Sos más raro que tu amigo Fortunato, porque él al menos pisaba, pero vos nada.  Me trataste bien, así que no me quejo.

—Bueno, de despedida dame un beso, le solicité notando su extrañeza.  En la mejilla, aclaré poniendo el índice.  No soy tu novio.

Me dio un beso a cada lado y se los correspondí, abrazándola a la vez con fuerza y ternura.

—Así me llevo una letra de tu cuerpo, en recuerdo.  Me despedí con un ademán de la mano, abrí la puerta, crucé el cafetín hasta la entrada y salí a la calle.

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Nacimiento. Fotografía de Rob Escobar. Portada Suplemento Cultural Tres Mil, sábado 21 de diciembre de 2024