Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Regresé al hotel casi por el mismo camino de casas deslavadas. Junto a los cafetines pululaban negocios que en otros sitios estarían extintos. “El tiempo es el espacio”, pensé. Había reciclaje de llantas usadas, tiendas de ropa usada, costureras que la arreglaban a la medida, zapateros artesanos que sobrevivían el embate de las fábricas mecanizadas. Casas particulares, tiendas de comida. Encontré también una pequeña venta de antigüedades a la cual entré a curiosear. Dos piezas pequeñas en metal —una en bronce, otra en una aleación del mismo color— llamaron mi atención.
Una era un medallón con el símbolo francés de una mujer a gorro frigio, en relieve, con la leyenda grabada de Republique Française a su alrededor y Ministère des Affaires Étrangères al reverso con un ramo de olivo. La otra personificaba un crucifijo orlado sostenido por dos ángeles alados y una figura del crucificado a corona de espinas, sangrante, como ya no solía encontrarse en donde yo vivía, por un hondo temor a representar el cuerpo humano. Las sopesé y noté que valían sólo por su solidez casi idéntica. Las compré a un precio irrisorio y salí.
Almorcé en un comedor cualquiera sin mayor aspaviento, pollo asado, arroz y ensalada. Luego regresé al hotel a dormir la siesta que nunca perdonaría. Me bastaban unos veinte minutos. Un duchazo rápido y salí rumbo a la Biblioteca Nacional que no había visitado por la mañana. Sólo de reojo volví a ver el sobre con mi dirección estampada al frente. Aún me quedaba un par de horas antes del cierre. Entré por la puerta principal que daba a unas escaleras mecánicas fuera de servicio. Debía dar media vuelta para encontrar la escalera que bajaba al sótano donde se hallaba la hemeroteca.
Era casi un cuarto oscuro. Carecía de ventanas. Sólo un par de ventiladores en esquinas opuestas aseguraban la circulación del aire. De inmediato noté la investigadora de esta mañana en el archivo, sentada al fondo con uno de los aparatos. Yo me senté en la primera mesa a la izquierda frente al escritorio de atención al público. Necesitaba obtener varios permisos oficiales antes de consultar cualquier periódico anterior a los años cincuenta. Había otros lectores que hojeaban diarios del día.
Entretanto uno de los señores que atendía al público entabló plática conmigo, mientras los otros leían noticias recientes.
—Así que anda investigando los años del general Martínez, noto por los periódicos de 1935 que desea consultar.
—Claro, hace un tiempo estuve en Costa Rica y conseguí información sobre un evento importante que sucedió en esa fecha. Quiero documentar ese suceso con informes salvadoreños.
—¡Ah, sí!. ¿cuál? Yo también me intereso a esa época.
—Una exposición de pintura y escultura en San José patrocinada por Martínez.
— ¿No le creo? Aquí nadie sabe de eso, se lo aseguro. Le aconsejo que visite el Museo de Arte en la Colonia San Benito o el Museo de la Palabra e Imagen atrás del Colegio Guadalupano.
—Aunque no lo crea así sucedió. El general Martínez tenía un amplio prestigio entre artistas e intelectuales al inicio de su mandato, también entre teósofos y espiritualistas. Le agradezco la recomendación, si tengo tiempo visitaré alguno de esos museos. No pienso quedarme más de par de días en San Salvador, por desgracia, se trata de una visita corta.
—¡Qué lástima! Sería bueno que les mostrara sus hallazgos.
—¿Cree que les interesen? A lo mejor reconstruyen la historia a su manera.
—Eso todo el mundo lo hace. Por eso hay que cuestionarlos, para que admitan diferencias. Yo he pasado por lo mismo.
—¿Por qué?
—Por cosas que se le ocurren a uno.
—¿Como qué?
—Bueno, eso del desdoblamiento. Comencé a pensar en eso. Hay un poeta que adopta una voz femenina y publica su poesía con seudónimo de mujer.
—Parecería travestismo, ¿no le parece? ¿Cómo se llama?
—Raúl Contreras se llamaba y su sobrenombre era Lydia Nogales; su “hija espiritual” decía, casi robándose el derecho de engendrar. Todo el mundo piensa que su poesía es metafísica y cuando traté de hablar de su cambio de género me censuraron.
—Lo que me cuenta resultaba normal en esos años. No sé si conoce la obra de Fernando Pessoa. Era un poeta portugués que escribía con varios heterónimos y los temas cambiaban según el nombre que adoptaba, pero nunca se vio como mujer. No me extrañaría que Contreras escriba bajo un heterónimo. Sería un Pessoa menos complejo. Lo interesante es su inversión sexual, hombre y mujer a la vez, que lo haría más contemporáneo. Creo haberme cruzado con alguna referencia a su política. En 1933 fue embajador de Martínez en Madrid.
—Fíjese que combinación más rara. Mezcla metafísica con política y diplomacia.
—Quizás van de la par por lo que Ud. mismo mencionó al inicio, el desdoblamiento. Tenía un alma etérea y un cuerpo material. Lo mismo le sucedía a Salarrué, en dos niveles corporales que también son tabú, el sexual y el político.
—Tiene razón, esos aspectos no los desarrollan los museos. Fíjese que nadie cita su autobiografía que, como Contreras, confiesa su travestismo. De seguro me equivoco, pero dice algo así “mi verdadera identidad, mi verdadero secreto es llamarme Marta Cecilia” de no sé qué, y de “ser señorita”.
—No, no la recuerdo, pero no me extraña que la oculten. Hay mucho temor por hablar del cuerpo, lo que nos hace humanos y vivir en esta tierra.
—¿Pero qué es el cuerpo según Ud., algo más que una envoltura?
—Para los científicos, lo biológico; para los teósofos, el cascarón, y en este nuevo desdoblamiento entre “suelo inútil” y “fe ciega”, decía Pessoa, el cascarón se quiebra pero deja un rastro.
—La huella es la obra porque el cuerpo se pudre.
—Para la química todo organismo se recicla como energía en el ambiente; por eso el cascarón es importante. Deja huellas en el mundo, quizás en la flora. Y también en el espíritu que no vive en el mundo sin un cuerpo.
En esos momentos llegó el señor que buscaba periódicos con dos volúmenes no muy gruesos.
—Estos son los únicos diarios oficiales de 1935, me informó.
Se lo agradecí al tiempo que se retiraba y dirigiéndome a quien discutía conmigo le señalé.
—Espere un minuto antes de retirarse, a ver si encuentro la noticia que ando buscando y se la leo.
—Pasé las páginas del suplemento del diario oficial de 1935 hasta llegar al mes de septiembre.
—Aquí está, le indiqué el encabezado. “Exposición Centroamericana de Artes Plásticas”.
—Hacia la mitad de la página le mostré la oración que buscaba y se la leí a altavoz. “el ejecutivo nombra a Salarrué delegado oficial”. Ya se da cuenta de las hazañas terrenales de ese cascarón que contenía las almas de Salarrué. Y del sexo mejor me callo para no escandalizarlo. Sólo le doy una pauta, vea las ilustraciones del libro O-Yarkandal que censura la última versión. Hay un dibujo de dos mujeres desnudas que se acarician. Pero son una sola mujer, desdoblada que se llama Hiaradina. La violencia del falo masculino la ha cortado en dos. Eso dice el cuento que comenta el cuadro. Su mundo teosófico es tremendo.
—Esta es mi tarjeta, me la entregó corrigiendo el correo electrónico. Escríbame si encuentra más información.
—Claro que hay más pero lo dejo picado, con la espinita, para que Ud. mismo la busque. Creo que el general Martínez estableció un gobierno teosófico que promovió el indigenismo. Revise este periódico y verá que está lleno de escritos teosóficos, hasta de Krishnamurti, antes de su reelección en enero de 1935.
—Parece contradictorio lo que Ud. me asegura con las exhibiciones que he visto. Ahí presentan a un Salarrué idealizado e independiente.
—A decir verdad no son ideas mías, esto de pensarlo en carne y hueso. Por cargar el cuerpo como maletas, como envoltorios dice Ud., hay un costo a pagar que se llama política, sexo que reproduce a los humanos como seres biológicos aun si se recubre de amor.
—Tiene razón. Si esas ideas no son suyas, ¿de quién son?
—De un amigo que desapareció de repente y a eso vine a San Salvador, a buscarlo. Quiero rastrear pistas de su paradero. Tal vez así lo encuentre. Si Ud. tiene mucho tiempo de trabajar aquí, quizás lo conozca o lo haya visto alguna vez. Venía a consultar periódicos, según me contaba.
—Recuerdo a alguien que se parecía a Ud. Era alto delgado, blanco y con ojos verdes. Pero era más reservado, casi no hablaba. Además tenía el pelo más largo y no usaba anteojos.
—A lo mejor era él. La descripción cuadra perfectamente.
—Siempre se sentaba al fondo, ahí donde está la señorita con el ventilador. Se pasaba horas revisando diarios y haciendo notas. Sé poco de su investigación, salvo que trataba de los mismos años que a Ud. y a mí nos interesan.
—¡Es curioso! Pasamos al lado de personas, a veces convivimos con ellas por años y apenas las conocemos. Yo tampoco puedo ofrecerle un retrato vivo de Fortunato, Velado Taddei eran sus apellidos. Sólo tengo fragmentos de su vida y de su pasado. Creo que era pariente de un poeta muy reconocido en este país, Oswaldo Escobar Velado y de un pintor paisajista de apellido Taddei que casi nadie conoce. Un día me dijo que su tía le había contado que Escobar Velado era buen comunista por ser borracho empedernido.
—A lo mejor lo era. Digo, todo eso no lo sé, si era su pariente; lo de buen poeta, me consta. Bueno, lo dejo, veo que me llaman y creo que tenemos reunión con el director en el segundo piso. Ojalá no sólo encuentre pistas sino también halle a su amigo sano y salvo.
—Ojalá, cuídese y le escribiré al recabar más información sobre Martínez y, en concreto, sobre Contreras.
Seguí revisando el diario oficial de 1935, anotando eventos importantes del apoyo intelectual generalizado al general Martínez. Cada vez me parecía más increíble que la historia reciente de un país ignorara los documentos oficiales más obvios. Entre las posiciones en disputa, había un común acuerdo por olvidar. Y yo no visitaba esta ciudad para fomentar el silencio. Había llegado para recobrar la memoria de un amigo tan entrañable cuya pérdida se me hacía cada día más insoportable.
Por esta añoranza no soportaba esa ingratitud que premiaba a los literatos y artistas que habían honrado al general, mientras vilipendiaba su mandato. Los letrados recibían honores en exposiciones y publicaciones que enaltecían su obra. En cambio, su mecenas expiaba con la condena colectiva de toda una generación. Quizás la separación era necesaria para que, en su nostalgia por un dictador, los intelectuales de izquierda reclamaran la cultura artística de su enemigo. Nadie notaría el contrasentido o, de advertirlo, quedaría excluido del círculo oficial.
Esta injusticia me la habían enseñado los hallazgos de Fortunato y ahora lo comprobaba por cuenta propia. Si el tiempo no me permitía visitar los museos que me aconsejaba el Sr. García, según leía su nombre en la tarjeta, ya consultaría la información en línea. Para algo servía la técnica moderna. Pero los periódicos que describían a pintores indigenistas, teósofos, pacifistas, sufragistas por el voto femenino, sandinistas, incluso futuros comunistas, todos los letrados en apoyo al general Martínez, no los podría consultar en ningún otro lugar del mundo. Ahí estaban al alcance de la mano para rastrear cómo se inventaba una nación. Se seguía inventando en nombre de una causa superior que justificaba opciones arbitrarias. Hasta un término que mis colegas protegían como coto privado y de gran actualidad aparecía escrito en periódicos y revistas que tenía ante mis ojos, “política de la cultura”.
Todo eso pensaba mientras llegaba la hora de salida, recogía identificación requerida para el préstamo y le lanzaba una mirada furtiva a la investigadora que emergía del fondo de la sala, sin que ella me correspondiera. Salía solo al barullo de la ciudad. Caminaba entre buses que llenaban la atmósfera de humo, peatones apurados, vendedores urgidos por deshacerse de su última mercadería, saltimbanquis en las esquinas a la pesca de propinas. Me encaminé por ese laberinto urbano hacia un restaurante cercano, cuestión de tomar un refrigerio me dije, hacer anotaciones y pensar en el amigo desaparecido.
Pero pasaba frente a un cibercafé —“un dólar la media hora”, anunciaba la vidriera enrejada— y, a ese precio, no podía resistir la tentación de entrar un cuarto de hora a buscar e imprimir unas cuantas hojas de los museos, para exaltar aún más la reflexión. Eso hice. Así confirmaba sospechas de las desapariciones que hacían del amigo un simple eslabón dentro de una cadena interminable de olvidos. De esos olvidos que en su paradoja fundan la memoria del presente.