Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Siempre me dormía temprano y esa noche no fue la excepción. Seguí el ritual del día anterior. Tomé un agua mineral con limón y comí alguna chuchería salada. Encendí un palillo de incienso y me coloqué tapones a los oídos. De esa manera había logrado disipar olores y ruidos, a la vez que conciliaba un sueño profundo. Pero la receta del día anterior no resultó efectiva. Como a las tres de la mañana escuché voces. Me levanté; alcé las persianas para ojear si sucedía algo afuera y observé a un pequeño grupo que ingresaba en el jolgorio. Entraba a una habitación cercana, botella en mano, risas de lascivia y manoseos sin pudor.
Al volver a la cama, advertí que no era esa bulla obvia la que me molestaba. Existían sonidos casi inmateriales que provenían del ambiente mismo. Debido al cansancios del viaje, no los había escuchado la noche anterior. Quizás no me había sensibilizado a esa atmósfera cálida y húmeda, cuyo vapor no sólo condensaba humores naturales, sino los vaticinios humanos de un mundo diario que transcurría por las calles. Luego de un día de circular por la ciudad, mi percepción variaba y traducía silencios que antes quedaban ocultos.
Por eso el sueño no llegaba. Las voces no provenían de los cuartos vecinos. Brotaban de murmullos inmateriales que exhalaba el ambiente mismo como gotas de sudor de este ambiente tórrido que me envolvía. Los habitantes dejaban impresa su huella y, por leve que fuera, ese rastro buscaba expresarse. Me invadía el rocío. Un sereno sutil caía como llovizna que descendía de las paredes y se colaba desde el techo hacia el cielo raso, al tiempo que un ligero temblor ascendía del suelo enladrillado.
Me sentía incapaz de transcribir todos esos rumores. Sólo quería averiguar si algún susurro evocaba al amigo desaparecido. Sabía que más de una vez —de día o de noche— Fortunato había pasado ahí en compañía de la Bebita y quizás su primo, Rafael Taddei, también había descansado en ese mismo sitio, aún si personalmente no lo conocía.
Era fácil escuchar chirridos de puertas, batir de ventanas, tremolar del piso, tableteo de persianas. Si esos sonidos urbanos se traducirían en pistas para el encuentro de Fortunato, lo ignoraba. No obstante, debía escucharlos en testimonio de un mundo de gestos más allá de la palabra. Sabía que ese lenguaje quedaba impreso en el entorno. Tal vez si visitaba la Logia Teosófica Téotl, por la Colonia Médica, podría rescatar documentos al respecto. Su dirección exacta la anotaba el correo electrónico de Fortunato. Entretanto, al tiempo que transcribía los aullidos de la ciudad nocturna, recordaba casi a la letra lo que había escrito uno de los practicantes nacionales más asiduos de esa disciplina.
“Habla del árbol sagrado, hecho todo de cuerpos humanos retorcidos […] había árboles que se arrastraban como los caracoles […] e iban tanteando como serpientes y sus ramas como tentáculos, prestos a devorar a sus víctimas. Había, dicen hombres hechos de hojas marchitas que deambulaban por las sumidades del boscaje; reptiles formados con piernas de seres humanos que se enroscaban y revolcaban por el fango; arroyos de sangre pestilente; praderas de pelo; arbustos escamosos y con agallas que se estaban muriendo siempre de asfixia, como los peces”.
Si ajena a lo humano la naturaleza guardaba memorias de una historia violenta, con mayor razón sus propias creaciones deberían conservar recuerdos aún más obvios de su paso y de su violencia. Con ese plan en mente, visitar la Logia a la mañana siguiente me volví a dormir hasta casi las ocho de la mañana. Al despertar me puse a escribir de inmediato, un sueño de sueños sobre una persona que desconocía. Pero en su aparición, me hallaba familiarizado con ella como si yo frecuentara los mismos círculos poéticos que Fortunato había visitado de joven. Quizás en su fantasía se insinuaban las voces nocturnas de esta ciudad que no pude descifrar en vela.