Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Ya había realizado todas las pesquisas en el centro de la ciudad por lo cual juzgué conveniente cambiar de hotel y mudarme a una zona menos bulliciosa y poblada de la ciudad. Hablé por teléfono para reservar cuarto por la noche. Se me informó que no podía ingresar antes de las tres de la tarde. Con un día por delante, luego de desayunar, decidí encaminarme hacia la Colonia Médica y buscar el local de la Sociedad Teosófica. Tomar un autobús lo juzgué no tanto temerario como pérdida de tiempo.
La ciudad no era muy amplia. Se extendía en una superficie mínima en un valle rodeado de volcanes y cerros no muy lejanos que la cercaban y ponían límites a su crecimiento. A falta de planicie, las casas invadían las lomas y la pendiente de un volcán solemne. Más alarmante, asaltaban los barrancos y márgenes de los ríos en desafío a lo natural. Como la división social, la geografía se hallaba fragmentada entre los sumideros y las cimas.
En ese espacio la población era densa. Bullía en hormigueo constante salvo a altas horas de la noche que descansaba. Durante el día los vehículos y peatones inundaban las calles. Aparte de la expoliación natural, el humo, los cláxones y gritos contaminaban el ambiente. Al centro de la ciudad, existía una competencia desaforada entre vendedores, peatones y coches por apropiarse del espacio.
Me decidí por tomar un taxi. Al cabo el precio era razonable, unos cinco dólares la corrida. Mientras el chofer sorteaba obstáculos humanos y tráfico, pensaba cómo explicaría las pocas ideas que había recolectado de la teosofía a un público incrédulo. Viajes astrales, reencarnación y transmigración del alma me parecían ya bastantes descabellados. Pero lo que me parecía absurdo era que se fingía carecer de cuerpo. Nunca lo habían demostrado experimentalmente, tal cual lo exigía un escrito que, por el momento, se me escapaba de la memoria, pero que quizás rezaba así.
“En este instante empuño un cuchillo certero que al sajarme el corazón les prueba que el espíritu terminará la obra que mi cuerpo fue incapaz de realizar”. De fuentes secundarias, leí que los asistentes habían enmudecido y desde entonces el relato de ese desafío permanecería siempre arrumbado en ediciones piratas de poca circulación. De seguro, si seguía husmeando los puestos de libros usados encontraría un ejemplar extraviado.
Hablaban de sucesos inverosímiles. Había vírgenes que concebían por gracia de seres anfibios que salían del mar y las fecundaban por la mirada, por un simple roce de dedos o al contemplar juntos un paisaje en la lejanía. Como personajes mutantes, entre agua y tierra, también alternaban de la materia al espíritu. Pero aún si existían almas flotantes, su transmigración dependía de una muerte ritual que los libros justificaban. La idea clásica de los hermanos enemigos —la de toda oposición— la resolvían por transferencia de energía. En este paso de un alma a otro cuerpo ocurría la violencia.
Contaban que existían dos hermanas gemelas. Una era torpe y hermosa; la otra, inteligente y fea. Para lograr la armonía ideal se debía decapitar a la segunda para que su inteligencia emigrara al cuerpo de la primera. Así se alcanzaba la armonía entre lo material y lo espiritual. A lo mejor esa búsqueda de la perfección explicaba que hace unos ochenta años había sucedido una masacre sin denuncia de los escritores de la época. Quizás pensaron que el alma de las víctimas, su sed de justicia, había emigrado hacia el cuerpo enérgico de sus victimarios quienes instauraron un gobierno de unidad nacional. Su cultura letrada la aclamaban todavía los intelectuales de la nueva izquierda.
El taxi proseguía su camino tortuoso entre un tráfico tupido, ventas callejeras que invadían andenes y la misma calle, y los transeúntes que se abrían paso entre este barullo urbano. Entre piropos e insultos, el vehículo avanzaba. Al chófer le preocupaba más el paso de una jovencita a quien le ofrecía llevársela, “vení mamasita te llevo adónde querás”, el de un señor cargado de canastos a media calle, “apartate viejo hijueputa”, que mi presencia callada en el asiento trasero. Luego de sortear esas ventas al frente de lo que solía ser un parque infantil, pasamos frente al edificio de migración y luego al centro de gobierno.
Ahí giró hacia la derecha para tomar una calle menos transitada. A unas cuantas cuadras estaba la colonia médica, un barrio de clase media de casas construidas hace un medio siglo. Su tamaño mediano a penas se apreciaba por el lote al frente. La mayoría de las casas tenía tapia alta que impedía apreciar su construcción o una verja que las protegía de los intrusos.
—Aquí es, le dije señalando una verja verde oscuro.
Le extendí un billete de cinco dólares y bajé del vehículo. Circulaban unas cuantas personas a pie ya que la mayoría de las casas contiguas funcionaban como clínicas privadas. Anuncios al frente especificaban la especialidad.
Soné el timbre sin obtener respuesta inmediata. Al fin salió una señora que parecía hacer la limpieza. Sólo luego de rogarle, me abrió el zaguán para hablar con la secretaria. Todas mis rogativas resultaron vanas, ya que necesitaba ser miembro de una logia teosófica para acceder a los archivos secretos que celosamente guardaban con exclusividad de los miembros.
Salí desconsolado pues mi calidad de neófito me negaba acceso a fuentes primarias. Sin ánimo de tomar taxi de regreso me puse a caminar sin rumbo. Así entre clínicas especializadas, algunos vendedores ambulantes y pacientes en urgencia, llegué a la vía principal, la veinticinco avenida. De inmediato advertí que no estaba lejos de la Universidad Nacional hacia la cual decidí dirigirme para pasar el tiempo. Caminé por esa calle transitada y bulliciosa. Sólo me detuve en un Burger King para llevarme un café, demasiado diluido para mi gusto.
Hacía años que no visitaba el campus que parecía más un pueblo que un recinto universitario. Ahí se podía vivir de manera tan confortable como en cualquier barrio medio-bajo de la ciudad. Había tiendas surtidas, comida de casi todo tipo, ventas de ropa, zapatos, CDs, artesanía. Veía aulas arregladas como apartamentos que servirían de alojamiento a varios inquilinos.
Mientras saboreaba un agua de coco y escuchaba la música que batía al mismo ritmo que los puestos de comida y jugos, con seriedad pensaba que sería de mí si lograra emigrar a otro cuerpo, si viviera en otro sitio, lejos de una ciudad bulliciosa y llena de gente, sin espacio para la reclusión. Reflexionaba que sería de mí o que sería de ese otro yo adormecido en mi interior, si trabajara en un lugar lejano y deshabitado donde mis únicos amigos fueran las piedras y los nopales.
Me sentía capaz de suicidarme para que esa alma embotada por el trópico y por la ciudad se expatriara al despoblado, sin familiares ni conocidos, sólo extraños que en su apatía me cruzaran casi rozándome los hombros, pero ignorando mi presencia. En esa condición de fantasma, de muerto en vida que había logrado al exiliar mi cuerpo en otro mundo con un horizonte ancho y reseco, me llamaría F. V. T., encontraría al amigo extraviado, y de seguro advertiría lo siguiente.