Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…
XIII
La salida fue impetuosa; del encierro y concentración pasé al bullicio y a la luz. Al ruido y al sol en una plaza que combinaba lo popular, comida barata, con lo hippie artesanal, pulseras, dijes y pulseras, con lo universitario, libros y fotocopias, y la música peruana convertida en nuevo folclor ancestral.
Atravesé el campus hasta la calle. La crucé y tomé un taxi al hotel, negociando de antemano la cuota a pagar. Debía regresar al centro, recoger mi equipaje para pasar el último par de noches en un hospedaje de mejor calidad y en un barrio más tranquilo. Ahí podría organizar mis pensamientos y escribir sobre Fortunato en un lugar con mayor esparcimiento.
El regreso al centro transcurrió sin mayor incidente, salvo por el tráfico y los transeúntes de siempre, casi por el mismo trayecto. Al llegar al hotel, me bajé del taxi, recogí el equipaje y volví a abordarlo rumbo a la colonia San Benito donde se encontraba el Hotel Presidente/Sheraton, al final de una flamante avenida, cerca de un par de museos. La travesía no era larga. Pero las distancias no se medían en kilómetros sino en número de vehículos y peatones.
Primero había que salir del centro, luego recorrer una larga avenida en nombre a un presidente de EEUU, como casi todo lo de prestigio en este país. Era ancha y moderna, con pasos a desnivel que permitían el flujo de tráfico sin problema. A medida que avanzábamos hacia el norte de la ciudad, la bordeaban edificios de negocios. En acuerdo a esa limpieza mercantil, prostitutas hombres y mujeres se apostaban por la noche a seguir el negocio sin desvelo. Era muy temprano para observar ese espectáculo en pleno. Aun así el taxista me insinuó.
—Mire que guapa. Si quiere nos la llevamos, aunque aquí hay que tener cuidado. Al acercarse puede resultar travesti. Para que se da la gran vida luego de estar en ese hotelito rascuache.
—No, no ando para ésas, le sonreí. Si cambio de lugar, lo hago por el ruido más que por otra cosa.
—No se crea. También el ambiente cuenta, la comida y el tipo de gente. Ya va a ver.
En efecto, el paisaje urbano variaba. De un edificio en vidrio a varios pisos, digno de una gran ciudad, restaurantes y tiendas aledaños, la avenida se alargaba entre bancos, gasolineras supermercados, centros comerciales, un club privado escondido en la arboleda, hasta llegar a la Escuela Militar, a un lado, y a un predio amplio de Ferias Internacionales, del otro. Frente a su entrada, se alzaba el Museo de Antropología cuyo honor le correspondía a un intelectual liberal con afán de blanquear el país.
Pensaba que era más fácil mostrar una exposición sobre los inuit de Canadá, como observé al pasar, que abrir una sala sobre los mitos y literatura náhuat, la lengua indígena más importante del país. “Ya somos el olvido en que seremos; el polvo elemental que nos ignora”, me repetía de memoria, a medida que el taxi daba media vuelta a un redondel para llegar al final de la avenida. El hotel se hallaba a la izquierda.
La amplia calle la coronaba un monumento a la revolución de 1948, el cual exhibía a un hombre desnudo con piernas y brazos extendidos, alzados hacia el empíreo como si esperara que su esperanza cayera de los cielos, es decir, del presidente en turno. Era digno del más estricto realismo socialista que en el trópico honraba a gobiernos militares de corte distinto, pero con similar gusto estético. Como el indigenismo de Martínez que la izquierda actual emulaba, los enemigos se reunían siempre en el arte y en el deseo. Se llamara Auschwitz, Gulag o Hiroshima, la utopía se alzaba en los despojos de quienes desaparecen en nombre de la justicia. Así lo manifestaba el propio Museo de Arte situado a media cuadra del hotel donde, sin evidencia, se emulaba la producción pictórica de un régimen dictatorial como opuesta a sus designios. Antes de ese museo y del obelisco, se hallaba el hotel.
Me gustó el hotel por el silencio y el jardín interior que me convidaba al apartamiento y a la reflexión. La habitación era de regular tamaño con una ventana orientada hacia la piscina. La rodeaba un césped recién cortado y oloroso, unos ranchos de techo de palma trenzada con perfume de sombra y, al fondo, una vegetación frondosa. Sabía que me endeudaría por el precio, pero valía la pena disfrutar de la calma los últimos días de mi estancia en San Salvador. Un atisbo de brisa me hizo pensar que Fortunato circulaba por estos parajes. Pero de inmediato pensé que eran ilusiones por la falta de amistad entrañable, una simple alucinación causada por el deseo de encuentro.
Motivado por la nostalgia, salí del hotel y me encaminé hacia la zona rosa. No era la zona de mi predilección. Pero había un restaurante de mariscos que frecuentaba con Fortunato hacía años. Estaba en una pequeña colina con vista hacia el cerro de San Jacinto desde algunas mesas al descubierto. En ese panorama consistía su mayor atractivo. De una esquina única, se abría hacia el paisaje lejano, pese a encontrarse en una zona comercial. Además, quedaba a unas cuantas cuadras del hotel por lo que no necesitaba tomar taxi.