Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…
Al llegar, me senté en mi mesa favorita, fuera del rancho de palma entretejida que alojaba la mayoría de los lugares de servicio. Hacia una esquina aislada, bajo la sombra de un árbol y un parasol, el terreno se inclinaba hacia lo alto permitiendo una vista lejana despejada. En ese encuadre, las boutiques de calle abajo se diluían en el trasfondo del cerro que recordaba que el anhelo de modernidad se arraigaba en una tierra de volcanes.
Mientras revisaba el menú dudando entre el ceviche y el carpaccio, transcribía lo siguiente —“al regresar el 3 de mayo, quizás no me hallé sobre la tierra. Desearía personificar ese día en una mujer que llore mi ausencia en flores y papel de china entrecortado, al advertir que se marchó su amigo íntimo. Pero el 3 de mayo no es mi prójimo; ni los frutos ni los adornos regresan; siempre son flores nuevas, retoños verdes. Es día propicio a la lluvia…”— cuando apareció ella. La misma investigadora que había visto de lejos en el Archivo General y en la Hemeroteca, estaba parada al frente, buscando mesa en un lugar casi abarrotado. Me acerqué a ella y le ofrecí asiento en mi mesa para compartir tal vez una amena plática sobre sus pesquisas.
—Señorita, si busca un lugar tranquilo y con vista, podríamos compartir la mesa del fondo —le dije, señalándole el lugar donde estaba sentado—. Por cierto, creo que la vi hace unos días en el Archivo haciendo investigación así que tenemos temas comunes que discutir.
Antes de aceptar, en su duda, volteó la cabeza para asegurarse que no había otra mesa disponible por estos rincones menos bulliciosos del restaurante.
—Sí, está bien si no le molesta que lo interrumpa en sus labores —dijo mientras señalaba el cuaderno abierto sobre la mesa al lado del agua mineral con limón.
— En absoluto, por eso se lo ofrezco. Luego de presentarme, le pregunté. ¿Cómo se llama?
—Lucania Vela Cinibaldi, trabajo en la Universidad de Colima en el Departamento de Historia. ¿Y Ud.?
—Soy profesor en EEUU, pero ahora ando en otros menesteres —le respondí ocultando el asombro que me producía la cercanía de su nombre con el de mi amigo. Lucania me remitía a lucky, “suerte”, como la fortuna de Fortunato y su apellido parecía carecer de las últimas dos letras de Velado.
—No me voy a inmiscuir en su vida privada, pero como andaba buscando información pensé que era historiador.
—En parte lo soy, sin ser profesional. Busco cosas en el pasado pero no pretendo ser sistemático como los historiadores. No busco de manera racional, sino por otros motivos.
—¡Ah sí!, ¿y se podría saber cuáles son esas motivaciones?
—A veces lo hago por nostalgia, por añoranza de lo perdido. En estos días lo hago por un amigo que desapareció. La historia es una rama de la amistad.
—Entonces, ¿por qué anda en los archivos? ¿Acaso su amigo es tan viejo que quiere encontrar rastro de él en esos documentos?
—¡Por supuesto que no! Mi amigo frecuentaba esos sitios, quienes trabajaban ahí lo conocían y me han proporcionado datos importantes de sus pesquisas. Mire este fragmento de hace cien años o más, añadí extendiéndole la hoja de papel en la cual había anotado la cita sobre la matanza de 1863 en el Archivo. Ella lo leyó moviendo levemente los labios como si catara el gusto de las frases. Al terminar comentó con agrado del hallazgo.
—¡Magnífica cita! Advierto que nos movemos por terrenos comunes, pese a su subjetivismo.
—¡Me agrada saberlo! Ya ve que no sólo la razón conduce al pasado. ¿Qué período estudia en específico?
—Soy especialista en el siglo XIX mexicano. Pero me he concedido un tiempo de receso para estudiar El Salvador.
—¡Qué bien! Hay pocos investigadores que se dedican a esa época.
—Por eso me fascina la cita que acabo de leer. Revela elementos olvidados del siglo XIX que me interesan rescatar.
—¿Qué tema estudia?
—En México celebramos el centenario de 1810 y para un congreso de historia que organizamos en Colima, pensamos comparar nuestra experiencia con la centroamericana. Yo quiero investigar la larga dimensión de las matanzas en este país.
—Es un tema inédito. Todo el mundo habla de la pasada guerra civil, de 1932, a lo sumo del indio Aquino, cien años antes, en 1832 y ya. Pero de las masacres como la de 1863 que acaba de leer, nadie se acuerda. La memoria histórica es corta. Por más que inauguren monumentos, centros de documentación, siempre son selectivos en las fuentes que exhiben.
—A eso me dedico ahora. Estoy elaborando una retrospectiva de la falta de proceso por la independencia en este país. De 1811, el primero y único grito de independencia, mediaron diez años hasta 1821 sin más eventos que la revuelta frustrada de 1814. No hubo guerras continuas contra la autoridad colonial; hasta el máximo prócer José Matías Delgado era amigo íntimo del intendente Peinado. Ya eso le da una idea del contraste entre México y El Salvador.
—Y entonces, desviando el tema, ¿cómo explica la matanza de 1863? ¿Sería un suceso aislado que ocurre años después de la independencia?
En ese momento llegó el mesero con el servicio. Ella pidió un coctel especial; yo, ante mis dudas, un carpaccio combinado, mitad pulpo, mitad pescado. El suyo vino servido en una elegante copa a manera de jazmín, en diversos colores como los mariscos, coronado con un huevo tortuga, un manjar arenoso vedado de estos lugares. El mío, en un plato extendido salpicado arriba de hierbas verdes. Ella bebía cerveza; yo, lo de siempre, agua mineral con limón.
—No, no es un evento aislado. Es la tragedia que ni siquiera quienes estudian derechos humanos se preocupan por exponer, el que las masacres tienen una larga historia. Mire esto, me dijo extendiéndome una página mientras callaba y comenzaba a remover su cuchara en el coctel.
—Yo la tomé con una mano y leí a baja voz. “El espejismo de mil ochocientos veintiuno —asonada que «casualmente», sin un gesto heroico, saludamos como nacimiento de la Patria— [es una] ficción deslumbradora de soberanía [cuya] fatalidad [produjo] matanzas y debates fratricidas [en pueblos que] jugaban a la libertad, como jugar a las muñecas [con] sus manos manchadas de sangre”. Es terrible, agregué antes de disponerme a comer.
—No sólo es terrible que esas matanzas se repitan. Oiga las fechas que tengo anotadas aquí: 1844, 1845, 1863, 1871, 1872, 1873, 1876, 1885 y 1890, hay guerras con países vecinos. A eso se añaden conflictos internos. Pero, bueno, cambiando de tema y para hacer la comida más apetitosa y amena, cuénteme de su amigo.
—Como le decía, por esa razón hago historia. La considero un rito funerario que rescata a los muertos de su condena de alma en pena en el silencio, o tal vez a Fortunato de su extravío.
—Quizás el cementerio sea para Ud. un lugar más adecuado para encontrarse con esos difuntos.
—Lo del cementerio ya lo había pensado. No lo considero mala idea. Pero es un sitio demasiado convencional para hallar a Fortunato. Ya ve que si Ud. privilegia los documentos escritos y por eso ejerce la historia profesional en Colima, yo soy un simple aprendiz, un amateur que vive relegado de quienes son y están vivos. Vivo entre los muertos y sus murmullos me sugieren historias olvidadas. Quizás vivo muerto, en compañía de silencios que se vuelven personas a mi lado. Todos mis parientes, padres, hermanos y amigos íntimos son ellos, los muertos, con quienes mantengo un trato diario. A veces se vuelven fragmentos y sombras, pero son más reales que los vivos.
—Pero eso denota muy poca objetividad de su parte. En mi Universidad dirían que a Ud. le falta formación profesional, aunque admito que no la necesita para encontrar a su amigo.
—No aspiro a convertir el pasado en objeto manipulable en un laboratorio, ni menos obtener glorias mundanas con puestos de prestigio. Mi único interés es rescatar unos cuantos fragmentos del pasado, acaso de mí mismo. Lo objetivo hace de nosotros una cosa maleable por la técnica. Ni Fortunato ni los muertos se merecen ese tratamiento.
—Tranquilícese. Se vuelve Ud. demasiado intenso y dramático.
—Por eso le digo que vivo en el desierto, aislado, fuera de todo círculo familiar, social e intelectual directo. Como las letras negras que le interesan a Ud., las sombras y los difuntos me acompañan a diario. Ésa es mi patria.
—Entonces, ¿por qué le interesa tanto su amigo, si está vivo?
—Sucedió algo extraño. Teníamos una relación muy estrecha y sincera. A veces hasta nos confundíamos en nuestra manera de ser y pensar. Pero de repente se cortó toda comunicación. De inmediato temí que lo hubieran asesinado, raptado, o algo del estilo, aunque sospeché que sencillamente había dejado de hablarme por un gran malentendido. Pero le admitiría que quizás la vida sea una fuerte droga a la cual soy adicto y la busco a diario como sedativo. Fortunato era uno de los pocos familiares y amigos para quienes yo no estaba muerto, o medio muerto, muerto en vida.
—¿Tuvieron algún pleito serio?, me preguntó mientras vaciaba una cucharada llena de camarones, pulpo y pescado.
—La discusión más seria que tuvimos fue en torno a Martínez, el presidente teósofo.
—Sí, el de la masacre de 1932.
—Fortunato, mi amigo, usaba el mismo apellido que Martínez como heterónimo, para hispanizar su nombre estrafalario, y bromeando le sugerí que se lo cambiara. El antifaz revelaba su verdadera identidad familiar de fascista.
—Fue una broma muy pesada, quizás, sobre todo si tenía un sentimiento muy profundo por alguna razón familiar.
—Hubo más en el asunto, ya que Fortunato escribía contra Martínez como dictador, pero rescataba su cultura oficial en exposiciones y museos. Era un contrasentido; por eso, le dije que el apellido de su heterónimo tan difundido los cubría a él y a muchos habitantes de este país. Sellaba la revancha de ese chivo expiatorio a quien responsabilizaban de un acto colectivo que todos, absolutamente todos los intelectuales de la época apoyaron, hasta los pacifistas.
—¿Y cuál era esa cultura que Ud. llama oficial?
—La que puede contemplar en cualquier museo o leer en la literatura clásica. Y le aseguro que nunca encontrará una sala sobre las lenguas indígenas ni libros en otro idioma que el oficial.
—Bueno, he leído lo de rigor nada más, y conozco los cuadros indigenistas más importantes.
—Con eso es suficiente.
—¿Suficiente para qué? En todas las reseñas que he leído a ese movimiento lo describen como anti-Martínez, oposición pasiva, por su defensa del indio.
—Es fácil afirmar que se oponen al régimen si se ignora la documentación primaria. Además ésas son dos cuestiones que se confunden: oponerse al gobierno y exaltar al indígena. Uno podía exaltar lo folclórico y el mundo campesino, a la vez de defender al gobierno de Martínez.
—Si se puede saber, ¿cuáles son esos documentos?
—Los diarios oficiales, las revistas de los organismos estatales; ahí se detalla el apoyo mutuo entre intelectuales y régimen. Es pasmoso.
— Si se refiere a los grandes clásicos como Cáceres Madrid, Gavidia, Lars, Mejía Vides, Salarrué, me imagino que lo será. Me concentro en el siglo XIX, así que no tengo mucha información de primera mano sobre el período más que fuentes secundarias.
—Es lo que todo el mundo hace. Le echa la culpa a Martínez, al gran dictador, para eximir a quienes lo apoyaron. Fíjese nada más su tocayo, Max Brannon, era hermano de Lars, gran funcionario y estadista del régimen.
—Si lo puede demostrar, me parece que los investigadores que reconstruyen las redes intelectuales olvidan lo elemental, las redes familiares y religiosas.
—Y hasta los sandinistas apoyaron a Martínez. Miré lo que encontré “El padre del general Sandino agradece a El Salvador su oportuna cooperación moral en pro de la justicia”. Es una carta de marzo de 1934, luego de la muerte del hijo en febrero.
—Ahora que si tiene esa carta del padre de Sandino, es bastante conclusiva del apoyo que recibió el general Martínez.
—Claro, era una sola red familiar y de pensamiento teosófico. Los nombres abundan.
—¿Como cuáles?
—Como la viuda de Alberto Masferrer, que recibió pensión vitalicia de Martínez. Quizás porque el mismo Masferrer había apoyado el golpe aduciendo el anti-imperialismo. Y uno de los primeros biógrafos de Sandino, Gustavo Alemán Bolaños, se hallaba en San Salvador en 1932 y fue a saludar a Farabundo Martí a la cárcel, a al vez que apoyaba a Martínez como lo hizo también Juan Felipe Toruño.
—La aprobación de los sandinistas resultaría explicable por la teosofía. Pero de ese compromiso no puede Ud. acusar al maestro.
—Es obvio que no fue culpa suya ni intento sentarlo en el banquillo de los acusados. No lo implico a él personalmente, sino a sus primeros seguidores, al Grupo Masferrer, quienes vieron en el presidente teósofo la oportunidad histórica para concretar la teoría social del maestro y promover el indigenismo. Si no le resulta demasiado largo ni inoportuno, lea esta cita de 1937 que toda historia oficial oculta, a la derecha para hablar del arte puro, y a la izquierda para presentar a algunos de esos autores en rescate de lo popular. Los autores clásicos que canonizó el martinato serían los antecedentes del proyecto cultural de la izquierda actual. Verá que la referencia explícita al fascismo italiano como modelo de nación, no le convendría a nadie. Por eso, la historia esconde los archivos primarios de Martínez.
Le extendí una ficha que guardaba en mi cuaderno de apuntes. Y ella leyó la evidencia a voz baja, pero catando el sabor del documento como buena historiadora.
Durante la Gran Exposición Centroamericana que mezcla industria, artes y comercio (Guatemala, noviembre/1937), el poeta Julio Enrique Ávila es el “enviado del gobierno” para presentar la cultura salvadoreña en todos sus ramos materiales y creativos. El Imparcial elogia la plástica indigenista de “Pedro Ángel Espinoza, José Mejía Vides, Miguel Ortiz Villacorta y “los estilizados motivos mayas de gran valor decorativo” de Salarrué” (La República, Año V, No. 1436, 26/noviembre/1937). La magna obra nacional se exhibe en “el rincón del arte en cuya “pared sur” ondean “en arco fraterno las banderas de Guatemala y El Salvador […] sobre los retratos de los presidentes general Jorge Ubico y general Maximiliano H. Martínez […] bordados en seda” (junto al Duce Mussolini). A esta muestra pictórica oficial se agrega la “vida intelectual del vecino país” cuyas letras las auspician dos editoriales: “la Universidad y el Gobierno”. Ejemplos de literatura nacional “correctamente empastados” son “Francisco Gavidia […] Alberto Masferrer, Manuel Castro Ramírez, Salarrué, Max P. Brannon, Claudia Lars […] Hugo Lindo, Alfredo Espino, T. P. Mechín” (nótese presencia de escritores fallecidos, Masferrer y Espino, cuya obra el gobierno la vuelve oficial bajo auspicio de la viuda de Masferrer y sus seguidores masferrerianos y, quizás, de Espino-padre y de su hermano, Miguel Ángel, el segundo).
—Interesantísimo; algo semejante sucedió en Italia y en Alemania donde los intelectuales apoyaron a regímenes semejantes. Pero hubo un examen crítico de esa cultura artística y la izquierda no se atrevería a tomarla para lo actual como dice que hace la salvadoreña. ¿Y a todo esto dónde queda su amigo?
—Espérese porque aún falta el último eslabón de la cadena que menciona la cita, el remate que corona de oro al presidente teósofo. Esa diadema que los artistas le colocan a Martínez es el indigenismo según leyó en la cita. Todos los pintores y escritores reconocidos lo apoyaron y recibieron reconocimiento oficial. Martínez los promovió en el extranjero; a Salarrué hasta lo mandó a Costa Rica luego de su reelección en 1935 y ya se dio cuenta que esa política cultural se continuó en 1937 y años después.
—Ya veo; y su amigo ahora los defiende.
—Claro, los defiende y los propone como cultura nacional que la izquierda debería promover, pero esconde todo documento que los implique con Martínez. ¿Intuye el contrasentido?
—Por supuesto; es falta de rigor histórico elemental y de inventiva política que imita a su enemigo.
—Por eso la política de este país está entrampada, entre otros asuntos. Hay una cultura que no corresponde a su acción. Es un contrasentido. El ideal de lo popular, Salarrué, trabajaba para Martínez y ahora hasta los comprometidos lo defienden. Imagínese, los comprometidos con la izquierda defienden el rescate de lo popular que convivió con Martínez y Mussolini.
—Es un cuerpo con un alma prestada. Bueno, habrá razones ideológicas de por medio, como para la independencia.
—Así es; eso dirían los teósofos. Es un cuerpo con alma ajena. Recuerdan lo que les conviene y lo demás lo esconden, como ahora Fortunato se esconde de mí, y no encuentro otra razón más que su descontento porque yo le muestre la verdad, a menos que lo hayan secuestrado o matado. Y a Ud. que es mexicana, le interesará un dato adicional. Lo descubrí hace poco.
—¿Así cuál es?
—La relación diplomática e intelectual del general Martínez y el presidente Cárdenas.
—¡No le creo! Sería una alianza muy frágil entre opuestos, la izquierda revolucionaria y la derecha de corte fascista.
—Así es, pero fíjese que ambos presidentes eran anti-imperialistas y promovían el indigenismo.
—Ese encuentro es posible con propósitos políticos distintos.
—Lo obvio es el contraste, añadí mientras saboreaba el pulpo, la sorpresa son los acuerdos entre gobiernos.
—Creo que ese dato le interesará a una colega, ¿me lo puede escribir? Yo estoy estudiando el siglo XIX y no tengo tiempo para los años treinta.
—En México encontrará más datos que en este país. Dígale a su colega que revise el Congreso Interamericano de Indigenismo de 1940. Ahí asistió una delegación de antropólogos salvadoreños que demuestra intercambios entre ambos países en un área sin mayor apoyo oficial.
—Mil gracias, se lo diré. Bueno, le deseo suerte. Es más difícil encontrar a una persona en carne y hueso que transcribir archivos sobre los muertos.
La comida llegaba a su fin y el mesero nos ofrecía un postre o la cuenta. Lucania arguyó que no se dejaba tentar por ningún dulce, aunque fuera de leche hecho en casa. Prefería retirarse a organizar los documentos que había adquirido en el archivo. Puso un billete sobre la mesa que cubría su comida y una jugosa propina. Por mi parte, al despedirme de ella le aclaré el motivo de permanecer sentado un raro más en esa mesa.
—Me quedaré aquí contemplando el cerro y sus sombras. Tal vez en alguno de sus claroscuros aparezca la silueta de Fortunato, cuídese y adiós.
—Ya va Ud. de nuevo con sus locuras. Adiós.
Pedí un café y divagaba, mientras miraba a lo lejos el cerro de San Jacinto que se cubría de una hierba oscura, despejada sólo por la ausencia de árboles. Entre otros asuntos, pensaba que de seguro en este mismo sitio, Fortunato había escrito la carta dirigida a mí, que sólo leería al regresar. Mientras observaba la luna reflejarse en el cero de San Jacinto, divagaba.
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