Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…
XX
La casa era sencilla. Tenía una verja verde al frente de un metro a los sumo, un jardín con césped y unos pequeños arbustos. De esa modestia, sin tapia alta a la entrada, me figuré que no habría mayor tesoro del artista, de Salarrué, por la falta de resguardo. El taxista daría una vuelta por una media hora, mientras yo visitaba la casa.
A la entrada, una sala-comedor bastante amplia, había unas cuantas pertenencias del escritor, la mayoría reproducciones de originales y fotocopias. No había nada relevante, salvo el silencio bastante obvio de toda evidencia que hiciera de su arte un modelo del mundo. A lo sumo, lo reclamaban su rescate de lo popular y de lo infantil sin ligarlo a ningún reino político ni temporal.
Existía un temor generalizado por revelar la condición humana del artista. Si su vida política no era un verdadero espanto, su silencio expresaba una convención cultural que definía a todos los frentes políticos que así se reunían en una causa común por fundar la nación. Quizás por este acuerdo de paz, Fortunato había retrocedido en su intento por mostrar el erotismo y la violencia de la fantasía. Era un tema tabú en un país donde se temía “herir susceptibilidades”, como rezaba una frase de su única novela.
Pensaba en el retroceso que el siglo XXI significaba hacia el mito del arte puro. Mejor un clásico, Luis Gallegos Valdés, señalaba lo sexual en Salarrué y transcribía una de las cartas en defensa de un presidente militar en turno, mientras el presente ocultaba esos hechos. Por temor o convención a hablar del cuerpo y del mundo político, me parecía posible que Fortunato hubiera desafiado esa reino de la pureza y, por tal razón, lo habrían censurado obligándolo a desaparecer del mundo profesional.
Los espacios públicos de exhibición se cerraban a la discusión de aspectos sexuales que hacía medio siglo formaban parte de lo oficial. El puritanismo invadía la nueva democracia de este país. Tampoco se manifestaba ningún apoyo político al presidente que lo financió difundiendo su obra popular en la Biblioteca Nacional y con viajes al extranjero.
El silencio era la memoria de quien vivió de manera etérea en esta lugar. El anhelo por plasmar lo popular encubría a su mecenas y hacía de Salarrué modelo ejemplar para el siglo XXI. No me extrañó la falta de toda referencia a Hiaradina, la doble reencarnada de la Bebita, según lo refería Fortunato. Su pose obscena la hacía digna del olvido, esa materia tan duradera que componía la memoria histórica.
Al salir de esa sala y llegar a la terraza, advertí la vista hacia la montaña y al socavón. La modesta entrada la compensaba el terreno en lo alto de una colina sobre una depresión, sin riesgo de inundarse, ni de deslave por los muros de retención que sostenían un jardín en declive según la pendiente del terreno. El panorama era espectacular en su extensión casi sin horizonte salvo por la falta de sol, que noté de inmediato, escondido bajo un cerro lejano.
“Aquí vivo en el paraíso, maestro”, me saludó una persona a barba con un cuaderno bajo el brazo que salía de una construcción contigua a la casa principal, seguido de un grupo de jóvenes quienes aparentaban ser sus alumnos. “Me llamo R. M. y dirijo varios talleres de literatura. Le presento a mi colega , especialista en literatura indígena.
No quería enfrascarme en discusiones interminables, así que callé lo del silencio sobre la sexualidad y política de Salarrué. Imaginaba la carta de defensa a Osorio y Lemus en los cincuenta a la entrada de la casa, junto a varios artículos de La República. Suplemento del Diario Oficial durante Martínez, para motivar a las nuevas generaciones a leer al gran clásico. Tampoco referí lo del paraíso. Me imaginaba este lugar apacible bajo un terremoto o las lluvias torrenciales del invierno, azotando las construcciones improvisadas y la pobreza que pululaba siempre en las barrancas, jamás hacia la cima, en remedo a la jerarquía social.
No aclaré nada del paradero de Fortunato. Pero pude despejar varias incógnitas sobre sus pesquisas y conflictos laborales. Ambos escritores lo conocían aun si no lo habían visto hacía varios años. Había circulado por esos lares sin dejar más huella que una ardua discusión sobre identidad e indigenismo. De la identidad decía que era selectiva. Sólo presentaba lo que le convenía al ponente oficial en turno. La disfrazaban de poesía y retórica para eludir todo estudio racional de fondo.
Argumentó que la física estaba más abierta a la doble interpretación contradictoria de un cuerpo tan simple como el átomo, onda y partícula a la vez, que las ciencias sociales y la literatura salvadoreña a la identidad nacional. El incidente sucedió en un homenaje al poeta máximo cuando todos los asistentes acordaban un consenso unánime sobre su obra poética. Ahí estalló diciendo que si el poema ofrecía una sola lectura lo reducían a algo más simple que un número.
“Lean a Frege, les aconsejó, para quien hay miles de sumas distintas que componen un mismo número, como el cinco de la suerte y de la mano, y ahora Uds. me quieren convencer que toda esta poesía se reduce a una sola suma (4+1). Eso es ortodoxia. Son monolíticos y cerrados. La verdadera educación muestra varias facetas e interpretaciones”. Todo acabó en que le dijeron de manera categórica “aquí necesitamos gente de confianza, sus títulos y lenguas son secundarios”. Por eso, no me asombraría que años después, un investigador futuro defienda tesis semejantes en quien, por su filiación, aclamarían el hallazgo.
La obediencia era la mejor garantía de todo currículum. Lo peor del caso fue una actividad cultural a la cual las autoridades llegaron con más de cuarenta y cinco minutos de retraso. Ante un público desesperado, Fortunato la inició ante aplausos y ovaciones, sólo para que lo reprendieran por saltarse jerarquías tan rígidas hoy como nunca. “Lo bueno, parece que le dijo un poeta comprometido, es que ya te vas de este avispero”.
Del indigenismo, opinaba que copiaban lo mexicano. A falta de códices se imponía el náhuatl del altiplano al náhuat del trópico. Lo atribuía a lo fácil. Se buscaba un estribillo para repetirlo hasta el cansancio y luego se aseguraba “eso somos”. Se calcaba un modelo cercano, pero ajeno, para hacerlo pasar por lo propio. A sus términos se les imponía la pronunciación de prestigio, con “tl” en vez de “t”. “Tochtli”, “conejo”, resonaría siempre con mayor sofisticación que “tuchti”.
“Logia Téotl” en lugar “teucti”, “tiut”, “t(i)yuu-”, o “tuteku” y, al presente, se generalizaba el concepto de “in xóchitl in cuicatl”, de “flor y canto”, sin revisar siquiera si esa pareja de palabras la justificaban las fuentes clásicas, por cierto, en lengua extranjera. Así había nuevos inventos como “yulcuicat”, etc. que acreditaban en poesía toda falta de rigor y traducción de los documentos primarios al español. Ni siquiera los dioses náhuat más renombrados en los mitos clásicos, los Tepehuas, tenían derecho de entrada al Museo de Antropología.
La acalorada discusión la había filmado una gringa desconocida que se hallaba ahí por azar y la había puesto en youtube por un tiempo. Luego, igual que Fortunato, desapareció de la escena. El modelo de lo que se hablaba lo ofrecían las fases de la luna: tierna y nueva, creciente, intensa y llena, menguante hasta desaparecer en el silencio. “Al presente se llena en un instante. Mañana se llenará más tarde y pasado mañana aún más tarde. Al igual que (de)crece la Luna, lo hace también la mar”.
Así surgían y se disipaban las controversias políticas, los debates culturales. Fortunato les citó a un escritor olvidado quien había dicho que su obra transcribía “lo inútil”, lo que “no sirve a nadie de escabel apologético” para su campaña electorera. Esta falta de relación directa con un partido en el poder bastaba para que alguien desapareciera de la memoria histórica nacional. Lo demás era obra del desdén y de la falta de dinero que tanto ayudaba a levantar los ánimos del amor familiar y de la amistad…