Gabriel Otero
El recuento del anecdotario personal surgió por el estúpido antojo de desayunar enchiladas suizas de Sanborns el primero de enero, adonde fui montaña de una avalancha de memorias sucedidas en esa tienda a lo largo de medio siglo.
Suelo ser rutinario y repetitivo con el repertorio de comidas en el restaurante con el imagotipo de la familia de búhos, escojo, porque son una apuesta segura: las infaltables enchiladas suizas, de las que en alguna ocasión, emergió en la salsa, un pedazo de cartílago de pollo como iceberg blanco y que significó un recordatorio asqueroso para no consumirlas en un buen tiempo; como segunda opción está la hamburguesa británica, cuyo tamaño ha ido decreciendo con todo y aderezo por la inflación; y por último, los tacos de cochinita pibil refocilándose en su cebolla y sabrosura de siempre.
Fuimos con mi esposa, a la sucursal de Perisur atestada de adultos mayores y de familias consumidoras de melón y chilaquiles. Y pensé que solo un comercio como este podría estar abierto en el asueto de inicio de año. Sentados en el gabinete intercambiamos recuerdos cual cromos de un álbum, cada uno con su sección favorita, Tabaquería, Libros y Revistas, Discos y Chocolatería, que han ido adecuándose a los caprichos del mercado. La de discos ya no existe y han abierto un apartado de productos para la piel.
Con el cierre de tantas sucursales, desde antes de la pandemia, como La Fragua, San Ángel, Las Américas, Manacar, María Isabel y Casa Boker en la Ciudad de México, y las de San Salvador, además de la reducción obligada de horarios, no queda más que la añoranza de días y noches de café y fumar puro en alguna mesa leyendo periódicos y revistas.
Porque acorde a los consejos del periodista Carlos Ramírez, otrora mi profesor en la carrera de letras con especialidad en periodismo había que informarse diariamente de cuatro fuentes diversas, para tener el panorama completo de una noticia.
Y fue, también, durante esa juventud impetuosa e imprudente, cuando me ligue a la cajera del restaurante de la sucursal Manacar, que era pretendida por el capitán, y como clientes regulares que éramos, con mi hermano Mario, tuvimos que redoblar la vigilancia de nuestros alimentos y bebidas, por la precaución de descubrir gargajos o escupitajos arrojados como venganza por celos salvajes, y más valía prevenir que llegar a la contundencia de las certezas.
Y años después, en la maravillosa Casa de los Azulejos y sus balcones, siendo gestor cultural, ayudé a la promotora Ledia Contreras a presentar un par de conciertos con cantantes de ópera, experiencia maravillosa que me hizo revalorar el centro de la ciudad.
Pero en realidad, mi afición a Sanborns nació en la sucursal Lindavista, en Managua esquina Montevideo, adonde se podía pasar horas hojeando libros y revistas sin que alguien dijera nada, y así sucedía en toda la cadena, formaba parte de la personalidad de la tienda. Al igual que el inconfundible uniforme de sus meseras, con un estilo que mezclaba lo kitsch y lo folklórico, eso sí, con identidad propia.
Y ese primero de enero notamos que las meseras vestían falda roja y blusa dorada, un detalle navideño que marcaba diferencia con lo tradicional.
Las enchiladas sabían como siempre, a nostalgia, al gusto por el recuerdo, a ese territorio mental protegido ante los embates de la confusión.
Porque nunca hay que olvidar lo vivido.
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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.
Ilustración del autor de Jonathan Juárez
Fotografía de la Casa de los Azulejos tomada de la red.
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