René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Sí, –amados clientes, clientas y clientitos- es una verdad irrefutable e implacable: sin regalos no hay amor ni espíritu navideño, porque el consumo es la base de todo en una sociedad que le paga, a la rotunda mayoría, salarios que impiden consumir lo mejor que esta produce, o sea consumir como el niño dios manda, y degrada ese consumo para imponernos, así, otra forma de exclusión social que le da rigor sociológico a la afirmación de que existen variadas y muy distantes ciudadanías distribuidas en tiempo-espacios disímiles que cohabitan en la misma geografía y con el mismo anuario. Solo los inadaptados culturales y los resentidos sociales no regalan nada ni ponen lucecitas en sus ventanas.
Como si fuera una orden inapelable: sin regalos no hay navidad y sin Santa Claus y nieve no hay imaginario colectivo, porque la visión idílica, religiosa, amansadora y cultural de la Navidad se ha mercantilizado, en consonancia con la privatización de todas las celebraciones y emociones familiares que son vistas, casi siempre, como una inversión monetaria calculada (por eso los regalos se piden “de sobre” y se estipula el número de invitados que pueden sentarse a la mesa y bailar; entre más grande el sobre más grande el prestigio y más grande el amor, claro está), en una sociedad hecha para el consumismo bestial, pues de ello depende la reproducción ampliada del capital. Si esa es una orden pétrea, no importa si el salario es de doscientos o de cinco mil dólares, las familias salvadoreñas gastan en cantidades obscenas que, en la mayoría de casos, no pueden afrontar con el bolsillo y, por ello, se endeudan hasta el cuello gracias a que Santa Claus acepta tarjetas de crédito, de plástico o de papel de empaque, según donde tenga montada la sucursal de sus ilusiones.
Sin regalos no hay navidad ni abrazos de feliz año nuevo, porque sin consumo no hay prestigio social ni hay identidad cultural. Eso es tan feroz que el capitalismo se ha encargado de modificar las frases culturales más emblemáticas de la historia. “Pienso, luego existo”, es: “consumo, luego existo”; “ser o no ser” es: “tener o no tener, he ahí el dilema”; “mi reino por un caballo”, es: “mi salario por una tarjeta de crédito”; “los perros están ladrando, Sancho, es señal de que estamos llegando”, es: “los almacenes están ladrando, es señal de que ya dieron el aguinaldo”. Si el salario no alcanza para consumir como un degenerado, no hay problema, para eso existe y se promociona abiertamente la delincuencia como vía rápida e idónea del progreso económico capitalista que le atribuye una idea de prestigio y poder a las mercancías que todos desean (deben) consumir, pero que realmente no poseen, porque “la mercancía justifica los robos”.
Hay que decir que el fetichismo de la mercancía no solo se materializa en esta época del año (cada mes tiene su Navidad), ya que se trata de algo mucho más hondo, vital e inexorable en el comportamiento de los individuos en la sociedad de la blanca plusvalía, en tanto forma parte de su gobernabilidad hasta el punto en el que se instaura como el pilar más fuerte que sostiene a la cultura y a los partidos políticos. El origen de la Navidad –como celebración que trasciende a todas las religiones- estuvo al principio vinculado con los ideales ideológicos del conformismo y las creencias religiosas del cristianismo, en el cual el nacimiento del niño Jesús debía ser festejado con regalos, tradición que, con el capitalismo, determinaría que es más importante el regalo dado que el acto celebrado. Los cristianos de esa época fijaron el día de dicho nacimiento con una serie de días festivos que celebraban antiguamente sus familias con grandes banquetes y bailes que disfrutaban a todo dar, además de adorar a los dioses Mitra y Sol Invictus exactamente el 25 de diciembre, día por el cual se conoce hoy la Navidad.
Casualmente, en los países nórdicos se realizaban en esos mismos días ingentes banquetes que propiciaban o justificaban las reuniones familiares debido a que en ese período se tienen las noches más largas y frías del año, por lo que decidían refugiarse en los hogares, calentarse y matar a su ganado por la imposibilidad de alimentarlo en los oscuros días de invierno. Este hecho dio paso a otra tradición que se convertiría en esencial y típica más allá de la geografía: el nevado árbol de Navidad con luces y adornos. Por razones económicas, la visión cristiana que se tenía sobre la Navidad (atada a la noción de Iglesia y culto) se enfrentó con otra no religiosa y muy atractiva: la que se celebraba en la calle y barrios pobres donde la gente bebía y hacía un escándalo inusual usándola como una bulliciosa y autónoma válvula de escape social.
El factor que institucionalizaría -como acto estrictamente capitalista- la entrega de regalos en esa festividad, fue la genial invención de Papá Noel (por parte de Clement Clarke Moore), inspirado en un obispo bastante conocido (San Nicolás), el cual se encargaba de llevarles regalos a los niños dejándoselos en calcetines, y en la figura de SinterKlaas, que es la versión holandesa de San Nicolás y el cual surgió como el Odín que surcaba los cielos al lomo de un caballo de ocho patas. A este Papá Noel, Moore le añadió un trineo tirado por ocho renos voladores, lo que le permitía desplazarse por todo el mundo para repartir regalos, lo cual era una celebración disfrazada del triunfo total del capitalismo. Más tarde, esta figura de Papá Noel fue perfeccionada por Thomas Nast, y posteriormente fue patentada por la Coca Cola (de ahí su atuendo rojo) hasta llegar al Noel que actualmente conocemos. Todo ese proceso de lenta transformación de la Navidad se fue realizando a medida que se consolidaba la Revolución Industrial, ya que gracias a la creación de los nuevos y grandes almacenes se pudieron dar los primeros pasos de su mercantilización, los cuales se aceleraban al ritmo impuesto por el capital, hasta el punto en el que esa visión basada en la fe, la unidad familiar y la intimidad quedó controlada absolutamente por el consumismo.
La mercantilización de la Navidad (y de cualquier celebración o función familiar) fue posible por razones tanto económicas como ideológicas: la primera es que en esas fechas la gente suele estar mucho más susceptible, lo que permite que la manipulen fácilmente al cosificar sus sentimientos.