SARTÉN
Por Evenor Saavedra.
Después de un mes ya no existía la incertidumbre de existir. Todavía no teníamos respuestas, pero habíamos dejado de formular las preguntas. Todo era un eterno ir y venir, recorrer las hileras y volver al semáforo, saludar amablemente y maldecir entre dientes: «¡Si de tu tata es el carro, hija de la grandísima puta!» «Buenas don, ¿le pegamos un sticker?» El humo de los autos ennegrecía nuestro espíritu curioso, el sol secaba nuestras ideas.
—Y ¿de qué te sirve la filosofía? ¡El cliente siempre tiene la razón!
—Sí, jefe.
Todos los días lo mismo: abordar el autobús, repleto hasta las puertas. «El directo, el directo; va vacío, va vacío». Soportar el tráfico con paciencia, hasta explotar en maldiciones a los carros, a las calles angostas, al maitro que se topaba más de la cuenta, a la señorita que bien podía otro poquito, al cobrador, al motorista, a los Poma, al señor de las alturas, a la madre que nos parió y a todo lo que estuviera al alcance de nuestra lengua.
—¿Por dónde vas?
—No paso de Soya, chele, no se mueven ni mierda. Si tuviera los bolados me bajara a pegar.
Pero al llegar al punto del día, recordábamos lo que nos daba de comer. «Puta, antes gran desvergue y ahora ni mierda».
Recuerdo al señor que cargaba a su hijo inválido, pidiendo limosna. «¡Pobrecito el muchacho! Permítame, le voy a dar algo al señor».
—¡Ey, bichos! ¿Cuánto les pagan?
—Diez.
—Yo les pago quince.
—¿Haciendo qué?
—Cargando a mi muchacho.
—¡Bueno! ¿Y por qué a la edecán le dan veinte y a nosotros diez? ¡Si hacemos todo el trabajo!
—Sí serás pendejo, ¿por quién crees que te dicen “sí” los maitros?
Llega el momento en que los ojos quedan perdidos y las palabras vacías. Todo se va borrando con el sol. «¡Puta, esta gente! Como que un problema matemático les estás preguntando: “am, este… am… ¿cómo?” ¡En todo eso cambia el semáforo!».
—¿Ya vio ese culito?
—Sí.
—Para más, el viento levanta esa falda y no yo.
—Por lo menos se recrea la vista aquí.
—Si sólo culos entran ahí.
—Y usted ¿qué vende?
—Lapiceros, ¿y usted?
—No vendo, regalo stickers.
—Pero al final cobra publicidad, ¿va?
—Con bastante pena, la verdad.
Quedaban rostros humanos, detrás del negro humo de las calles.
—Tome un peso.
—Es gratis, señor.
—Lléveselo pa´l fresco.
—Gracias, que le vaya bien.
—Vámonos Iván, que ya nos están vigiando.
—Eso veo, vámonos mejor.
—¡No sean babosos, que no ven que para acá vienen, van a decir que algo debemos!
—Cabal, pendejo soy para moverme de aquí, por fin trabajando ando.
Las piernas apenas responden, el humo ha enronquecido la voz; pero seguimos aquí, ganando el derecho a las energías con las que trabajaremos el día de mañana.
Mi boca articula monótona, robótica en lo profundo. Esta vez la fila es larga y el sol lacerante; me he perdido entre las llantas, las miradas frías de los retrovisores, los cláxones impacientes y las ventanillas polarizadas… Me voy derritiendo con cada paso que doy; mi carne se queda en el asfalto ardiente, como plástico barato. Se me escapa la consciencia, los sonidos se van diluyendo y la calle se me presenta empañada. El desmayo… parece inminente. De pronto, me llega una risa distante, una risa suave cuya claridad me sorprende; una risa burlona que ofende los grumos de humo que asfixian mis sentidos y que va creciendo hasta convertirse en una insolente carcajada. Veo mis manos aflojar y quedarse vacías; veo los stickers perderse en la calle, atrapados en una corriente de aire refrescante; mis piernas se encuentran corriendo, para mi sorpresa…
—¡Maje, vení a ver, apuráte!
Corro porque de pronto recuperé la vida; rio a carcajadas sin poder detenerme. ¡No quiero dejar de reír! Estoy vivo, respiro y no quiero dejar de reír; es la insignificancia del perro la que da más fuego a mis carrillos. «La nana como qués sardina vatrás, y el chucho bien vergón delante». La muchacha enrojeció sin poder pronunciar palabras, mientras el chihuahua ladraba en el asiento del copiloto y una madre acomodada entre cajas se perdía en la distancia.