José M. Tojeira
En El Salvador tenemos la costumbre, al hablar de seguridad, de fijarnos casi exclusivamente en el problema de la delincuencia. Es normal porque la delincuencia violenta continúa siendo uno de los mayores problemas del país. Algunas veces le añadimos el término de seguridad ciudadana solamente para quitarle el tinte de violencia que tradicionalmente han tenido los “cuerpos de seguridad” en El Salvador. Alguna gente inteligente habla de vez en cuando de seguridad alimentaria, previendo un grave problema que puede llegar a darse en El Salvador desde políticas económicas neoliberales. También se menciona la seguridad jurídica para prevenir, al menos en algunos sectores de la convivencia, el capricho e impunidad de los poderosos. Pero si queremos realmente vivir en un país seguro (los norteamericanos son otros que hablan de país seguro sin entender el tema), tendríamos que hablar de seguridad humana. Las otras “seguridades” vienen después y son fruto de una buena planificación e implementación de políticas de seguridad humana.
El concepto de seguridad humana comenzó a extenderse desde que en 1994, el PNUD centró su informe de Desarrollo Humano en ese concepto. El premio Nobel Amartya Sen y la profesora universitaria japonesa Sadako Ogata, posteriormente directora de ACNUR, trabajaron juntos en la tarea de hacer el concepto operativo y práctico. Para Sadako Ogata la seguridad humana tenía cuatro ejes: Capacidad de resolver pacíficamente los conflictos, goce de todos los derechos humanos (políticos, económicos, sociales y culturales), inclusión social (participación en toma de decisiones), y Gobierno de leyes con independencia judicial. Si tuviéramos que medir la seguridad humana del país desde esos cuatro criterios tendríamos un serio problema de calificación. La toma militar-gubernamental de la Asamblea viola el primer criterio. Con un 75 % de la población en situación vulnerable económica, social, y educativamente, es muy difícil afirmar que entre nosotros se respetan los derechos humanos. La participación popular en la toma de decisiones se interpreta únicamente como resultado del éxito que pueda tener la propaganda de los gobiernos o la manipulación que los mismos hacen de la opinión pública. Y el “imperio de la ley” se pierde en favoritismos políticos, arbitrariedades del ejecutivo o corrupción tanto en el seno de poderes constitucionales como al interior de poderes fácticos.
En El Salvador nos fijamos con demasiada frecuencia y empeño en coyunturas particulares, pero rara vez logramos iniciar campañas de largo efecto en el desarrollo del país. La prohibición de la minería metálica fue parte de esas excepciones. Pero la dificultad de lograr acuerdos nacionales sigue siendo un desafío de una enorme dureza. Ponerse de acuerdo en convertir el derecho al agua, brindado por el Estado y sin fines de lucro, como un derecho constitucional, y emitir en consecuencia una ley de aguas que tenga como prioridad el servicio para consumo y saneamiento a todos los hogares salvadoreños, ha resultado una tarea que parece rozar lo imposible. Ahora, en estos tiempos de pandemia, las discusiones entre los poderes estatales muestran un panorama que se aproxima a la temática del Estado fallido. Y con la sombra de que a este “Estado semifallido” le pueda suceder un Estado autoritario.
Preguntarse qué clase de Estado queremos para superar los desastrosos efectos económicos y sociales de la pandemia parece que no interesa demasiado. Hoy nos movemos en unas pugnas de poder a las que parecen sumarse una buena parte de las instituciones estatales. Quienes desean un Estado social y democrático de derecho casi se ven condenados a repetir aquella frase del siglo XVIII contra el “despotismo ilustrado”: Que nos gobiernen leyes y no personas. Con la diferencia de que el despotismo actual, de quienes ya estuvieron en el poder y de quienes lo están ahora, no parece demasiado ilustrado. Solo saldremos de este “relajo”, usando la terminología común de nuestro pueblo, cuando comencemos a trabajar con seriedad la seguridad humana.