Por Wilfredo Arriola
“Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio que destruirás es mejor que no digas nada”, reza un proverbio árabe. La pregunta que se suscita a continuación es elemental: ¿En qué momento es oportuno callar? ¿En qué momento es preciso romper en palabras? Esa lucidez, ¿quién la da? ¿Será eso a lo que llaman experiencia?
Callar no es fácil, querer aportar siempre a la causa es tentador y dejar por encima de los demás nuestra manera de pensar y ver la vida. No siempre es oportuno, no siempre es necesario y sobre todo en ocasiones donde nuestra incidencia no es imprescindible. Opinar también puede dejar implícito hacer valer nuestra palabra, crear influencia de forma pasiva, dejando la semilla de nuestra experiencia a cerca de lo conversado. En esta escena habrá que considerar también si tenemos la suficiente solvencia para poder emitir nuestra opinión, si esa opinión se tornará con justificación o simplemente será una valoración de la realidad en la que vivimos. Callar es de sabios, y nos hace más grande el rango de entender mejor nuestro entorno cuando las palabras se lanzan sin mesura.
Emma Gonzáles emitió un emotivo discurso, inusual, ya que se valió del silencio. Ella fue sobreviviente del ataque en Parkland, donde hubo un tiroteo un 14 de febrero de 2018. Un estudiante abrió fuego dejando sin vida a 17 personas. Gonzáles tuvo la entereza de subir al podio días después a rememorar lo sucedido.
Seis minutos con veinte segundos guardó silencio, el tiempo que duró el tiroteo. Un silencio magistral que se apoderó de los presentes. Largos, emotivos, inexplicables en la visualización de cada uno de los escuchantes presentes en ese momento. Emma contuvo su tristeza, su rabia, fue un discurso inusual para la academia. Las palabras en ese momento descansaron en la conciencia de cada uno, el recuerdo es una imagen del que cada individuo es dueño. Detenerse a pensar, desaparecer el entorno, desaparecer de la vista todo aquello que no es necesario para lo recreado y continuar sin mirada, prestársela a la imaginación. Seis minutos con veinte segundos, donde se desvanecieron sueños, promesas, historias, orgullos. Entender a la razón en momentos así, se necesita una dosis de aliento muy considerable.
Para muchas cosas guardamos silencio, para elevar una plegaria, para contemplar la belleza, para hacer de dos cuerpos una orquesta, para despedir a alguien, cuando agitamos la mano en el adiós, para tanto, y cada razón siempre es loable porque ha intervenido una parte sensible de nuestra alma. Habrá que reparar en que la vida pasa y sigue pasando a cada momento, y que hay ciertos lugares, momentos, personas que a su momento representarán una situación elemental donde queramos guardar silencio. Y quizá ya no se podrá.
Ocupar el silencio, tener ese discurso válido de no tener nada que decir y cederle mejor el espacio a otras condiciones siempre me parecerá interesante. Alejar el ruido de que lo dice, pero que no abona de lo que existe, pero no trasciende; de lo que habla, pero no comunica. Y calla como Gonzáles cuando las palabras no bastan, pero sí: la ceremonia de pensar que adentro de una boca cerrada ocurren maravillas en la conciencia de quien las piensa.
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