Carlos Girón S.
Muchos sabemos que la selección natural es el proceso por el cual una especie se adapta a su medioambiente. Según eso, los individuos más aptos tienen más probabilidad de contribuir con descendientes a la siguiente generación, y un poco más aptos para sobrevivir, mientras que los menos aptos tienden a desaparecer o a no mejorar la especie con sus descendientes.
Parece entonces que la selección natural es un medio de la Naturaleza para impulsar la evolución. Esto es concebible solo en los reinos vegetal, animal y el especial del hombre.
En el reino de los humanos parecería ser que la selección natural se convierte en la ley del más fuerte, la ley del más pícaro, del más desprovisto de los valores éticos y morales, para no hablar de los principios divinos. En este reino se observa que los que han logrado sobresalir y ocupar niveles más altos –no importa por los medios que sean— creen tener la potestad de arrogarse los derechos de los demás e imponer su voluntad, sus deseos y caprichos. Tal vez consideran que no tienen la culpa de que hayan los desvalidos. Y, hasta cierto punto, podría aceptarse que tal vez, los potentados tengan razón, dado que Dios ha dotado de iguales facultades intelectivas y mentales a todas Sus criaturas sobre la Tierra. Allá quien se haya dedicado a desarrollar tales facultades o haya preferido desperdiciarlas. Al cabo que también recibieron el don divino de la libre voluntad. Cada uno toma el camino correcto o el errado. Claro, luego vienen los resultados.
Sobre la selección natural, que podemos ver como un río que corre hacia abajo, llevando todo lo que encuentra a su paso, precisamente por su libre albedrío el hombre no puede dejarse arrastrar como una paja o un guijarro; él cuenta con el poder de su voluntad que le permite nadar contra la corriente y alcanzar objetivos que se haya trazado antes. Aplica esto aun en el caso de los que son o se sienten más aptos para librar una exitosa batalla en la vida. Está bien. Pero una sociedad la forman no solo ellos, sino también los demás, no opulentos ni poderosos, pero forman parte de la sociedad, y su existencia en la vida es con algún propósito, bueno o no bueno, pues están, malhadadamente, aquellos que se dedican a atentar contra el prójimo. Fue el caso del pobre Judas Iscariote, que cumplió un triste y desgraciado papel en el drama de la Pasión de Jesús. Tales Judas ciertamente no merecen la menor consideración; antes bien, se han ganado la rígida aplicación de las leyes destinadas a proteger a las mayorías.
Los ricos y los poderosos también tienen su propósito en la existencia; mas no es el de seguir encarchándose en oro ni acrecentar su poder, ya sea económico o político. Más bien deberían dedicarse a buscar y practicar las mayores y mejores virtudes que Dios ha puesto en su corazón: la bondad, el altruismo, la caridad, la misericordia y la compasión. Tales virtudes pueden servirle y ayudarles a condolerse de los menos afortunados. Es decir, no seguir manteniendo un medioambiente que no les deja a estos opción para superarse como muchos tal vez lo anhelan.
Con su inteligencia y sus virtudes, el ser humano puede muy bien reorientar la fuerza de la selección natural –o ley del más fuerte— y halar, para llevar a su lado, o al menos tras de sí, a esos menos afortunados. Compartir de buena manera y de buena gana los bienes que ha logrado tal vez gracias a un duro trabajo, a privaciones y hasta sacrificios, pero ello hará más meritorio y plausible las buenas acciones que haga en pro de sus prójimos que no tienen mucho o no tienen nada. Eso es despertar y practicar el humanismo, propio de los seres humanos. Tal vez a su manera los animales de la selva la practiquen también; por lo tanto, es cuanto más necesario en el hombre. Vale la pena por la satisfacción que producen las buenas acciones y dar –no las sobras o cosas viejas- sin esperar recompensa. De esta es Dios quien se encarga, o en otro sentido, la ley de compensación: no hay bueno o mala acción que no tenga su reacción o respuesta. Pero es mejor no pensar en que recibiremos más bienes y dones cuando practicamos la caridad y la compasión con nuestros semejantes. Que tu mano derecha no vea lo que hace tu mano izquierda.
Y también es bueno recordar lo que enseñó el Maestro Jesús: el bien que hagas a tu prójimo, a mí me lo haces… De modo que, al final, en lo que toca a los seres humanos, es el humanismo el que debe orientar la selección natural, no el egoísmo ni la prepotencia.