René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
La conmemoración de la Semana Santa siempre ha sido un ritual tan fascinante como contradictorio si lo vemos desde la sociología de las contradicciones entre el imaginario de resurrección y la realidad concreta de la muerte neciamente repetida por la delincuencia. Y es que el acto principal, el más solemne y respetado, es el acto de la crucifixión y entierro de Jesús, por lo tanto es la celebración con alegría de un acontecimiento triste, el cual fue escogido con todo intención, lo cual es coherente con el ritual social al que fuimos sometidos para que aceptáramos, como algo ineludible e infinito, las miles y miles de muertes causadas por los delincuentes durante treinta años con todos sus meses, con la única diferencia de que esos muertos de la guerra social -los pobres contra los pobres- que parecía una cadena perpetua, no resucitaron al tercer día, sino que lo empiezan a hacer a la tercer década. En ese sentido, la resurrección -en los términos sociales que actualizan los términos religiosos- que nos permite vencer a la muerte inicia con un cambio radical de ritual: de la crucifixión y santo entierro a la expulsión de los mercaderes del templo, a la expulsión de los criminales del país, si extendemos el hecho.
Tanto al nivel de los signos como de las actitudes de las personas, la experiencia simbólica de la Semana Santa se ha caracterizado por la coexistencia de los opuestos que se afirman y niegan al mismo tiempo. Gracias a la actualización que, como pueblo respaldado por el gobierno, hemos hecho del ritual religioso -para ser coherentes con la interpretación y metáfora que hizo de la Biblia Monseñor Romero- la vida de las personas humildes triunfa sobre la muerte sin necesidad de morir como cuando la delincuencia imperaba a sus anchas y sembraba las cruces del martirio. Y entonces descubrimos que la sociedad puede ser vivible sin miedo, que puede ser humana, que puede ser trascendente. Se reafirma la vida sobre la muerte al conjuntar el crimen con el castigo social que protege a las personas honradas; se reafirma la paz sobre la violencia cuando la impunidad desaparece; se reafirma la historia de las víctimas sobre la de los victimarios cuando los imaginarios populares se alinean con la justicia oportuna. Así, con un cambio de ritual, se empieza a despejar el futuro a fuerza de transformaciones culturales.
Pero ¿cuál era el rito macabro y cruento al que nos sometían, cotidianamente, con la perversa conspiración política de la sangre del pueblo? Como todos saben -y si no lo saben lo intuyen a fuerza de penitencias inenarrables- la subida al Calvario es un ritual de dolor, de tristeza y de impunidad vivido con un aire de regocijo, de alegría y de resignación. Al lado de las mujeres que, en Semana Santa, llevan las cruces al Calvario -idénticas, digamos, a las madres que hasta hace unos meses llevaban el cuerpo mutilado de sus hijos durante la época de la gran delincuencia en el país- y como factor esencial y alegórico del ritual, se encuentra el pueblo rezando devotamente para obtener una vida mejor mediante la resurrección. Para resolver la paradoja de la muerte desde la perspectiva sociológica, es necesario establecer los símiles entre lo conmemorado en Semana Santa y lo sufrido en el país porque Jesús tiene sentido histórico -y es cotidiano- cuando se le ve como Jesús-pueblo. Y siendo así, el condenado a muerte, en la hora misma de su muerte en el Calvario, es proclamado de una manera unánime y vocinglera como viviente, como Padre y Señor del mundo, de la misma forma en que proclamábamos nuestra impotencia frente a los delincuentes. En la manera de llevar a Jesús al Calvario rodeado de una muchedumbre pasiva, podemos vernos nosotros mismos como pueblo cuando veíamos pasar, en silencio y con los brazos abajo, los féretros con los hijos del pueblo.
En cuanto a la subida al Calvario, ésta constituye una imagen paradójica en la que se puede observar al justo que es oprimido deliberadamente y es condenado a muerte con dispensas de trámite, y se puede observar, también, a las miles de personas identificadas plenamente con él porque habitan en el mismo vecindario de la pobreza, porque se sienten cargando la misma cruz y porque se sienten amenazadas a muerte. Pero, al mismo tiempo, este ritual es la afirmación alegre de una liberación a través de la resurrección, o sea a través de resolver el problema negándose a sufrirlo.
Siguiendo con el análisis comparativo entre ese antes tan distante y el hoy, el domingo de resurrección, más que el viernes santo -como afirma la iglesia más conservadora- se puede conmemorar como la toma del poder por la masa popular, porque es la negación a ser asesinado; porque es la afirmación de que se puede y se debe resolver el problema que provoca muertes; y porque es la afirmación y consolidación de la soberanía popular en el territorio de los pobres, haciendo una fusión de lo sagrado con lo mundano.
En última instancia, la conmemoración de la Semana Santa es un ritual y simbolismo social que va -o debería ir- de lo sagrado a lo mundano, y, al ser un ritual y simbolismo social es, también, un acto de decisión sobre cuál de todos los hechos hay que conmemorar, y eso tiene que ver con el imaginario y con la identidad sociocultural que queremos reafirmar. En mi caso, yo conmemoro este hecho que me parece particularmente fascinante como sociólogo:
“Y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban dentro; volcó las mesas de los que cambiaban el dinero y los asientos de los que vendían las palomas, y no permitía que nadie transportara objeto alguno a través del templo. Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito que mi casa será llamada casa de oración? Pero ustedes la han hecho cueva de ladrones (y criminales). Los principales sacerdotes y los escribas oyeron esto y buscaban cómo destruir a Jesús, pero le tenían miedo”… le tenían miedo, porque en realidad era el pueblo haciendo justicia con Jesús como metáfora.