Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
Crecí entre dos hogares en que la lectura era parte de la vida. Aunque el televisor terminó siendo una adicción, había días sin electricidad y muchas horas en las que lo único que podía entretenerme era jugar o leer. Dependía mucho del autor que leyera para asegurar si sería más entretenido la imaginación con muñecos o seguir el hilo de una historia.
Y en el paso de esos días recuerdo libros que me cautivaron hasta la saciedad como David Coperfield de Charles Dickens, El canto del Mío Cid y La Odisea de Homero que tuvieron a bien mis abuelas al obsequiármelas.
Una tarde en la que no había nada que hacer me puse a revisar las libreras en la casa de los Vallejo, y de pronto me encuentro Cuentos de cipotes de Salarrué. Ya había escuchado de este autor en el colegio, pero no me había puesto a leerlo. Bueno, esta era mi oportunidad.
Comencé a buscar entre las páginas y me interesó la historia de un diablito, que no sé porque lo veía verde. Creo que esa noche hasta soñé con el personaje ese metido en la iglesia. Al día siguiente busqué el libro para seguir leyendo, pero había desaparecido. Quizá en lo que ordenaban lo pusieron de nuevo en su lugar.
Durante la semana llegué a la casa de los Márquez, le pregunté a mi abuelita y guía (Josefina Pineda) si tenía algún libro de Salarrué. Y ahí tenía dos tomos de su obra completa. Estaba Cuentos de Cipote, pero mi abuelita me recomendó Cuentos de barro. Sin pensarlo mucho me dirigí al libro, y me encantó. Si leí unas treinta veces Semos malos, creo que fueron pocas. Me imaginaba tanto al pobre Goyo Cuestas con su hijo, asesinado por tener el sueño de buscar algo mejor. Un sentimiento genuinamente salvadoreño que siempre procura la diáspora para cumplir sueños. Había tanta humanidad, tanto de nosotros en ese libro que con dificultad leí otro de los libros de Salarrué con tanto gusto y tristeza a la vez.
Aún era niño cuando mi mamá me compartió las cartas que nos enviaba mi papá cuando estaba exiliado en Costa Rica, ese breve tiempo en que compartimos espacio en este mundo. Entre esos papeles estaba una agenda verde y pequeña en el que entre otros números telefónicos y nombres aparecía el de Salarrué. La agenda era de 1975.
Le pregunté a mi mamá si se habían conocido Salarrué y mi papá. Me dijo que sí, que algo le había contado. Después al preguntarle a mis dos abuelas me confirmaron cada una con lo poco que sabían. Quizá pasaron una tarde conversando, el viejo escritor y el jovencito. Cada uno con un destino diferente, pero compartiendo horas y palabras.
Sé que mi padre admiraba a Salarrué, veo cierta influencia suya en los escritos de aquel joven escritor que era Mauricio Vallejo Marroquín. Y no es para menos, el autor de Cuentos de barro es digno de admiración y un verdadero motivo para crear sueños y vivir en ellos.