José M. Tojeira
Más allá de sus fallos y pecados, pocas instituciones en la América Latina actual tienen la sensibilidad que poseen las Iglesias. Su cercanía religiosa y humana con los enfermos, con personas deprimidas, con personas agonizantes, o con dolientes por la muerte de un ser querido es parte de una cultura religiosa que impulsa a estar cerca del que sufre. A partir del concilio Vaticano II y de los documentos episcopales de Medellín, el deseo de justicia social, la opción preferencia por los pobres, la defensa de aquellos que sufren injusticias estructurales o violaciones a sus derechos humanos, ha sido una tendencia importante en amplias capas eclesiales.
Muchas de las críticas e incluso persecuciones sufridas a lo largo de los años pasados tuvo como causa la sensibilidad social propia de la fe cristiana. Los mártires que conmemoramos en este mes de marzo, nuestro San Romero y los beatos Rutilio, Cosme, Nelson y Manuel, fueron personas dotadas de una gran sensibilidad humana, en muchos aspectos acrecentada por su fe. Fueron asesinados por la defensa de perseguidos, mal tratados y víctimas de las ideologías de la riqueza, el poder y la organización, como llamaba nuestro San Romero a las raíces estructurales de la violencia.
En estos últimos años, con la polarización política, que siempre tuvo un papel importante después de la guerra, la sensibilidad humana ante el sufrimiento ajeno parece retroceder. La tendencia a ver todo en blanco y negro, las acusaciones exageradas de un bando y de otro, la algarabía insultante y agresiva de las redes, van poniendo las semillas del odio en una sociedad que había ido saliendo de los traumas de la guerra con dificultad, a pesar de los frenos a la reconciliación impuestos desde el poder. Quienes no quieren someterse a la presión del insulto y de la agresividad fanática se encierran en el individualismo del sálvese quien pueda, aislándose de la problemática social y política. Los que se sienten demasiado presionados emigran. Los partidarios de la virtud de la prudencia recomiendan no meterse en líos. Y los más vulnerables cargan con lo más pesado del odio.
Los privados de libertad, muchos de ellos criminales, son un ejemplo de lo que decimos. Ven aumentados sus castigos y penas. No solo en el campo de la legalidad, sino mediante el comportamiento de las autoridades, que les someten a tratos crueles y degradantes. Incluso algunas autoridades, en un país como el nuestro que no tiene penas perpetuas, se dan el lujo de decir que algunos privados de libertad no saldrán nunca de la cárcel, aunque sus condenas sean de 15 o 20 años. Merecen los castigos que les hayan puesto los jueces en un juicio justo, pero no lo que les quieran añadir funcionarios ajenos a la judicatura. Si alguien se queja del trato dado a los presos, las acusaciones, insultos y ataques no se dejan esperar.
A pesar de vivir en un país que se dice mayoritariamente cristiano, la parte del Evangelio que llama “benditos de mi Padre” a quienes visitan a los presos en las cárceles ha quedado borrada de la memoria colectiva. Hace 30 años, en un salón a la entrada de la cárcel de Mariona, había una frase atribuida a Monseñor Rivera que decía, “No exasperen a los presos”. Supongo que ha sido borrada hace ya bastante tiempo. Pero no se puede dudar que la frase del Arzobispo era correcta.
Hoy, sin embargo, decir algo parecido, o tener sensibilidad frente a los abusos que se cometen con los privados de libertad te convierte en cómplice de asesinos y en enemigo de las víctimas. No importa que hayas pasado toda la vida defendiendo a las víctimas de la pobreza y de la prepotencia y el abuso de los fuertes, y que hayas condenado todo tipo de crimen contra la personas. Quedarás condenado en el griterío de los insultos si pides que no golpeen a un preso, o que tenga acceso pronto a la justicia, o que no lo exhiban como culpable, hincado y en calzoncillos, antes de ser condenado por el juez. Frente a esas actitudes y por el bien de el Salvador, hay que insistir: Tener sensibilidad humana es necesario para convivir en paz. Lo contrario, lleva siempre al enfrentamiento y a la disolución de la necesaria amistad social.
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