Joel García
Tomado de CUBADEBATE
Todavía recuerdo sus ojos cuando pregunté en el aula mientras impartía un círculo de interés sobre periodismo. ¿Qué les gustaría estudiar? Él miraba a sus compañeros desde su pupitre pegado a la pared. Médico, periodista, ingeniero, eran las profesiones más repetidas. Pero los ojos de aquel niño eran desafiantes, pícaros, arriesgados. Y no titubeó al responder: “Yo quiero ser bombero. Me gusta la candela y el peligro”.
En estos días de tanto fuego, de tantas imágenes desgarradoras, de ese valor por ganarle la apuesta a esa pira prendida en la base de supertanqueros de Matanzas, he pensado en aquel niño del Casino Deportivo, en el Cerro, sobre todo en sus ojos. Quizás estaba allí, o quizás no. Pero la fuerte determinación por ser bombero me hace imaginarlo entrando de primero al lugar, aguantando las primeras mangueras, soportando el calor que quema y desafiando el peligro en tiempo real.
Decenas de historias se han contado y otras tantas se levantarán sobre nombres que no son famosos por dar jonrones ni convocar a conciertos musicales. Su única fama, si es que tuvieran alguna, va por dentro, en esa adrenalina que crece para desafiar lo que otros no pueden, para enfrentar la más dura contingencia con tres c: corazón, coraje y coj…
El anonimato de salvar vidas en desastres, incendios o accidentes es el más grande orgullo para un bombero. Sin embargo, después que pasa todo, después que el fuego deja de ser columna roja y negra, en medio del negro petróleo y las ruinas dejadas, vendrá el dolor más profundo. El justo honor a quienes cayeron o desaparecieron, como son los jóvenes que sus padres esperan por encima de una bota quemada, de unos cascos arriba de una tubería, del último mensaje de Whatsapp o la llamada telefónica antes de partir del comando.
Y eso es tan profundo e inefable como el propio siniestro. Nadie podrá consolar a esos padres, hermanos, a esa familia toda. Ser bombero no es el tiempo en que se pasa un Servicio Militar. Es una actitud, es una ética, es una perseverancia por la vida. Y se aprende no solo cuando suena la alarma de combate, sino cuando hay que protegerse y los segundos traicionan a correr o resguardarse.
Juzgar o atacar la juventud de esos muchachos, criticar la decisión más oportuna en medio de tanto desespero inicial por evitar más pérdidas humanas y materiales, lejos de ser compartida, parece más bajeza que raciocinio. A esas familias nada les devolverá la sonrisa y el amor de esos seres queridos, por tanto merecen respeto, un abrazo eterno y el amor de los agradecidos que se salvaron por tanto arrojo ante las llamas.
Y desde ya espero que ese niño, que ni siquiera recuerdo su nombre y debe tener hoy 24 o 25 años, todavía tenga los mismos ojos desafiantes y arriesgados que cuando le pregunté qué le gustaría estudiar.
Ojalá siga siendo ese bombero soñado, pero si no lo fuera, tanto amor a la vida, tanta lucha contra la candela y el peligro no lo convierte en una foto fría, lo convierte en héroe.