Mauricio Vallejo Márquez
Jugaba a ser profesor. Un vaticinio de una de las sendas que terminaría por adquirir a mi conjunto de condecoraciones personales y quizá la más sacrificada y satisfactoria en conjunto. Junto a Jaime hicimos los primeros ensayos en el parqueo de nuestra casa en la Santa Clara que era interrumpida cuando llegaban los dos carros dueños de aquel espacio o cuando nos llamaban a comer o quién sabe para qué, por que en esos tiempos de niñez el tiempo siempre es ajeno.
Y así jugué con otros amigos exponiendo lo que el futuro podría dar por real o no, solo que, con muñecos, figuras de acción que darían vida a aquellos profesores que imitábamos o parodiábamos. En esos años apenas entendíamos que nos servían de entrenadores para la vida y sus múltiples facetas. Nosotros sólo veníamos si eran buenos y amables o déspotas y malvados. Sin embargo, esos extremos se pueden dar si no existe vocación (algo que la experiencia y el conocimiento terminó por grabarse en el mármol de nuestro conocimiento), la cual en ocasiones es dejado de lado ante la necesidad de un empleo.
Recuerdo cuando Óscar Kasco me recomendó con la Licenciada Marta Milagro para dar clases en el Instituto Nazareth en los albores del año dos mil. Curiosamente ella fue alumna de mi abuelita Josefina en San Pedro Perulapán, Cuscatlán. Así que además de ser mi jefa fue mi mentora, ella me enseñó a planificar y me brindó la oportunidad de darle clases de Lenguaje y Literatura, y Ciencias Sociales a primero y segundo año de bachillerato. Trabajo que dejé cuando ingresé a trabajar en El Diario de Hoy, sin embargo, aquella experiencia sigue firme en mí, así como el inmenso cariño que tuve por aquellos seis grupos de personas tenaces que se esforzaban para sacar ese bachillerato.
Después he tenido la oportunidad de dar clases en la Universidad Dr. Andrés Bellos y la Universidad Tecnológica de El Salvador (mi alma mater). Y ante la cotidianidad de preparar clases y llevar el control para verificar que los estudiantes estén presentes surge en mí el recuerdo que, sin proponérmelo, sigo los mismos pasos que mi madre, mis abuelas y mi bisabuelo. Sólo que la tiza que utilicé en mis inicios queda para la historia y ahora los recursos didácticos son distintos, más complejos y facilitadores. No puedo negar que ante lo que brinda la experiencia es imposible negar que es tan noble el ejercicio de la docencia, que se valora tan poco siendo tan valioso y fundamental. Los profesores deberían ganar un mejor salario, porque se encargan de labrar el futuro de nuestra roída patria, porque son los que aportan un camino al conocimiento de hombres y mujeres que harán el destino que es tan incierto en nuestra tierra o en la extranjera (porque nuestra tradición es emigrar a otras naciones ante la falta de oportunidades).
Definitivamente mis buenos profesores han dejado huella en mí y el reflejo de lo que soy tiene el cincel de ellos, así como nuestras calles y avenidas.
Les deseo a los docentes un día para celebrar, pero también que se les reconozca su labor por los gobiernos y sus alumnos, y que tengan un salario que refleje su importancia y dedicación, porque ser maestro no es un juego.