SERAFÍN QUITEÑO Y EL AIRE DE LA PATRIA
Álvaro Darío Lara
Yendo a nuestra tradición nacional que guarda pepitas de oro, en páginas memorables, encontramos un nombre: Serafín Quiteño. Poeta nacido en Santa Ana un 16 de septiembre de 1906 y fallecido en San Salvador, el 6 de junio de 1987. Periodista, autor de una sensacional columna titulada “Ventana de colores”, firmada con el pseudónimo de Pedro C. Maravilla, en un matutino, donde hacía derroche de un fino humor e ingenio.
Quiteño perteneció a ese importante núcleo de creadores, donde figuraron: Claudia Lars, Salarrué, Alberto Guerra Trigueros, y otros, quienes, bajo el cobijo del formidable roble que era don Alberto Masferrer, fueron desarrollando una importante obra. Él es uno de los personajes del “Romance de los tres amigos” que escribiera la ya citada Claudia Lars.
Solamente publicó dos libros: “Corasón con S” (poesía, 1941) y “Tórrido Sueño” (poesía, 1957, en colaboración con el poeta nicaragüense Alberto Ordóñez Argüello).
Nunca han sido los volúmenes de poesía, en nuestro medio, los más buscados o leídos por el público en general. Quizá porque la poesía supone cierta música interior, cierto oído fino, que demanda de una propensión lírica, de un espíritu contemplativo, afín con ese lenguaje, que trastoca toda normalidad usual, para llamar a las cosas por su nombre más esencial. Acaso, un nombre, muy distinto a como son conocidos los seres y los objetos en esta aparente realidad de los sentidos.
Hace unos años la Dirección de Publicaciones e Impresos, reeditó el magnífico “Corasón con S” de Quiteño, junto a una selección de “Tórrido Sueño” y a un apartado titulado “Otros Poemas, Sonetos de la Palabra”. Esta selección y presentación del texto, estuvo a cargo del poeta David Escobar Galindo, y formó parte de la espléndida Biblioteca Básica de la Literatura Salvadoreña, en su volumen número catorce.
Ahí encontramos dos sonetos íntimamente ligados entre sí. En primer lugar, el nominado como “La Palabra que Viste”, cuyo primer cuarteto condensa toda la irradiación del poema: “La palabra que viste es siempre muda, /la palabra que viste es siempre triste. / No une, no libera, no persiste…/ ¡La palabra que viste no te ayuda!”.
Y luego el soneto, que reproducimos completo, “La que no Viste”: “He aquí la palabra que no viste/y que no viste tú, por tan desnuda. / En claro anillo de silencio anuda/ lo que eres hoy y lo que antaño fuiste. /Si necesitas muda, ella te muda/ y de tu traje-sombra te desviste. /El poco de ángel que en el hombre existe/ es porque ella lo labra y lo desnuda. / Ella abre puertas, ojos, miradores, /desnuda espacios, larvas, ruiseñores, / ¡ninguna vestidura le resiste! / Une, aclara, congrega resplandores/ y por sus puentes de ángeles menores/ al fin, EL HOMBRE PARA EL HOMBRE, existe/”.
Nada se puede agregar o sustraer a estos versos. Como en la poesía con mayúscula, no hay nada más. El manejo del lenguaje es perfecto. Las figuras estilísticas idóneas. Todo esto es el magistral soporte de la idea poética, que quita toda clase de máscaras y antifaces, para iluminar con el sol más radiante de Cuscatlán, la consciencia interior y colectiva, de quienes beban de estas fuentes espirituales.
Al revisar la biografía de Serafín Quiteño, sabemos, que su ser más auténtico, el poeta, tuvo, probablemente, que librar batallas con el ser público, político, que fue en su momento. Conocemos de su incursión en la política salvadoreña, en ese período tan determinante para el Estado, esto es, la década del 50, y de su importante papel en la directriz cultural. Sin embargo, los laberintos de la política son difíciles para los poetas auténticos y sensibles. Normalmente, como en mar adentro, las olas los sumergen inmisericordemente; y en muchos casos, los ahogan.
Por ello, sabio es Salarrué en “Mi respuesta a los patriotas”. De otra arcilla, es el hombre y la mujer creadora. Saberlo, y no permitir ser arrastrados a la profundidad de esos abismos, no es tarea fácil.
Decía el recordado Maestro Francisco Andrés Escobar, en sus clases, que la función más importante de la literatura era “humanizar”, sobre cualquier otra función, que el tiempo y los tratadistas le adjudicaran. Y desde luego, tenía razón. En este caso, la poesía, tendrá siempre la función prometeica. No puede ser de otra manera.
Las últimas décadas de la vida física de Serafín Quiteño, gozaron de la paz, que sólo da el pan honrado y el corazón sereno.
David Escobar Galindo, lo retrata maravillosamente, en el final de la presentación a “Corasón con S” (Edición ya referida de la Dirección de Publicaciones, 1997): “Vivió largos años en su finca “El Ángel” de Ayutuxtepeque, en los alrededores de la vieja San Salvador. Ahí, bajo un mango de impresionante fronda y a la par de los gallineros que le daban el sustento. Serafín Quiteño escribió sus crónicas y sus poemas, en rústicas hojas de papel amarillo. Y, en ese marco de plena y auténtica naturalidad, el poeta fue uno de los más altos cantores de la luz y el aire de la Patria”.