ADL
Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes.
Khalil Gibran
Etimológicamente la palabra esperanza proviene del latín, e indica, sin mayores tecnicismos idiomáticos, “esperar”.
Una tarde, hace ya varios años, después de entrevistar en la otrora televisión cultural, al P. Eduardo Valdés S.J., (querido profesor universitario, quien me llevó por los caminos del semiólogo ruso Mijaíl Bajtín, en un curso estupendo, durante mis estudios de Letras) con motivo de un aniversario del asesinato de los jesuitas de la UCA, me preguntó, ya fuera del frío set de grabación: “¿cómo estás?”. No fueron necesarias muchas palabras de mi parte. Su noble conversación me devolvió la tranquilidad.
El P. Valdés, además de sus responsabilidades universitarias, atendía una parroquia en una zona muy pobre y peligrosa de la capital. Esa tarde me compartió que cuando las personas le preguntaban qué podían hacer ante sus desgracias, él siempre les respondía que había que tener esperanza, que, pese a todo, no tenían que desfallecer, y que el país, más allá de sus graves problemas, valía la pena.
Me fue muy difícil entenderle en aquel momento. Aunque comprendí, que la esperanza era una virtud irrenunciable, que salía de su corazón y de su alma, no de religioso de manuales, sino de hombre comprometido, desde su espiritualidad y cercanía a los necesitados. Al final, “el negro Valdés” o “el negrito”, como le llamábamos, cariñosamente, me sonrió, y poniéndome la mano sobre el hombro, me dijo: “Ánimo”.
Un fin de semana, en la jardinera paz de mi hogar, Luis Alcaraz, soltó un sentido tango, de esos tangos, que nos arrancan lágrimas hayamos o no, perdido algo valioso en la vida.
Sí, efectivamente, era el tango “Uno” (1943), en la composición literaria del Maestro Enrique Santos Discépolo, y en la música del no menos grandioso, Mariano Mores. Escuchémoslo: “Uno, busca lleno de esperanzas/ el camino que los sueños/ prometieron a sus ansias/ sabe que la lucha es cruel y es mucha/ pero lucha y se desangra/ por la fe que lo empecina. / Uno va arrastrándose entre espinas/ en su afán de dar su amor/ sufre y se destroza hasta entender/ que uno se quedó sin corazón. / Precio de castigo que uno entrega/ por un beso que no llega/ o un amor que lo engañó/ vacío ya de amar o de llorar/ tanta traición”.
Y lo que se transfiguró ante mí, no fue uno de esos apasionados y turbulentos amores que llegaron y se fueron en el tiempo; tampoco el semblante de mi padre recordando su amargo exilio en la Argentina peronista, sino la figura del P. Valdés esa tarde, invitándome a esperar.
Esa es la dinámica de la vida. Algunas veces tropezaremos; sin embargo, nuestra grandeza residirá en continuar batallando por un mejor derrotero.
Naturalmente, las incertidumbres, los miedos, las dudas estarán ahí. Pero dependerá de nosotros el volverlas monstruosas rémoras; o, al contrario, vencerlas.
Esa es la razón que asiste al escritor Cecil A. Poole, cuando nos dice: “Si cada persona que ha afrontado las incertidumbres se hubiera negado a hacer cualquier cosa para educarse, para adquirir conocimiento, para arriesgarse, entonces no hubiera habido progreso ni invenciones, ni personas bien capacitadas para enfrentarse a las necesidades del ayer, del hoy y del mañana”.
Uno de los escritores y artistas salvadoreños que desde siempre ha hecho una decidida apuesta por la esperanza es mi querido amigo Carlos Balaguer, un hombre excepcional, que ha dedicado su vida al arte y la cultura, entregándonos cotidianamente su palabra como un sanador y perfumado bálsamo capaz de reconfortarnos ante las vicisitudes de la vida.
Así lo he recordado esta iluminada mañana de diciembre, cuando a mi escritorio ha llegado –nuevamente- en un viaje de décadas la obra de Balaguer, titulada: “La isla de la alondra”, una bella metáfora de la libertad, donde en un apartado leo, con especial afecto: “Era el corazón, polinesio navío, buscando una tierra donde volver a empezar. Era el corazón la rosa extranjera de Issella. Porque siempre es necesario hacerlo todo de nuevo. El pájaro que empieza a volar repite sus intentos fallidos. Y logra alzar vuelo hasta que lo ha intentado varias veces. Así el ser humano, rara ave en la tierra, tiene que hacerlo todo, una vez o más para lograrlo. Era la única oportunidad para el sueño de la alondra. Y desde el muelle de la otra orilla me lo estaba diciendo mientras el viento agitaba sus cabellos castaños. El mar estaba libre para empezar a andar”.
Y como bien dice el escritor inglés Samuel Johnson (1809-1784): “Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción”.
En resumen, no desmayemos, siempre habrá un horizonte aguardándonos, y, seguramente, será más prometedor, pleno de esperanza.