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El bailarín colombiano Álvaro Restrepo es de la idea que “el cuerpo es el territorio de la vida, desde la cuna hasta que morimos”.

“Siempre me encantó medicina, pero me incliné por la danza”

El bailarín colombiano Álvaro Restrepo es de la idea que “el cuerpo es el territorio de la vida, desde la cuna hasta que morimos”. Bajo esta premisa, en el corazón de San Salvador existe un elenco de 20 bailarines y bailarinas que integran el Ballet Folklórico Nacional, quienes utilizan sus pieles para darle vida a la identidad nuestra, así como para hacer memoria histórica de este país.
En esta ocasión, conversamos con el bailarín Vayron Linares, quien reveló parte de su vida y su marchar por la danza salvadoreña, en especial, por el Ballet  Folklórico  Nacional, ente que nació el 3 de mayo de 1977.

¿Quién es Vayron Linares?
Es un personaje que nace el 28 de enero de 1960, en un lugar muy apartado de la ciudad, llamado Plan del Pino, del municipio de Ciudad Delgado. Allí pasé tantos años y provengo de una familia muy humilde. Desde pequeño tenía mis inquietudes de fiestas, de bailes. Recuerdo que a Rhina, una de mis hermanas mayores, le gustaba bailar, siempre se iba a las fiestas con su novio, que después fue su esposo. Al ver que se vestía de gala, a escondidas me arreglaba para irme detrás; siempre me le pegaba para ir a las fiestas, no le gustaba que participara de estos eventos porque estaba muy pequeño. Siempre me decía: “estas fiestas solo son para adultos”. Apenas contaba con siete años de edad y no iba por verla, era por disfrutar con los otros cipotes, niños bailarines como yo, no había malicia de andar con una niña, nos llamaba la atención la música.
Antes era bien sano, estos bailes eran conocidos como “turnos”,  fiestas que se organizaban para recaudar fondos en pro de la escuela o de la colonia. En el caso de mi hermana, siempre pagaba, yo no; me metía a escondidas, cuando menos sentía toda la cipotada estábamos haciendo movimientos.

¿Qué bailaba?
Para esa época sonaban las cumbias y los boleros. Había música de la Sonora Santanera —agrupación mexicana— y de la Sonora Matancera —conjunto cubano—.

¿Cuál fue su mayor odisea en estos turnos?
Fueron varias, porque entrar a esos lugares era todo un desafío. Los cercaban con alambre de púas, pero siempre había un espacio por donde los más pequeños nos colábamos.
Mi hermana siempre se imaginaba que me metía por verla, para después contarle a mi mamá —María Dolores—; hubo un momento que Rhina se cansó de mi insistencia a los turnos y le contó a mi madre. Ellas me escondieron los zapatos para que no fuera a bailar. Aun así, el siguiente turno fui descalzo, no tenía pena.

¿Cómo fueron sus primeros años escolares, participó en actividades artísticas?
Al principio me metí de lleno al estudio, no participaba en actividades artística; sin embargo, me metí a dibujar. Los  maestros vieron esa habilidad y me solicitaban ayuda. Para ese entonces estudiaba en la Escuela Doctor Orlando de Sola, allí en el Plan del Pino.
No obstante, la época donde me motivé más por la danza fue por sexto grado, cuando vi un grupo bailar. El elenco se presentó frente a la iglesia del municipio. Me quedé impresionado por cómo bailaron folcklor. Desde allí comencé a buscar los lugares donde podía aprender la danza. Nunca encontré, pasé por tercer ciclo y nunca encontré; sin embargo, con mis compañeros ya hacíamos presentaciones con lo poco que habíamos aprendido, incluso hacíamos mímica. De esta última recuerdo que interpretamos a Kiss —una agrupación de rock estadounidense de la década de los 70—. Para esta presentación elaboramos instrumentos de cartón forrados con papel de diferentes colores, fue en la clausura de noveno grado. Lo que más recuerdo es que allí estaba mi mamá y en una parte de la puesta en escena interpreté un trozo de la película “El fantasma del paraíso”, donde uno de los actores se mete un cuchillo y cae, mi madre se paró sorprendida, pensó que algo estaba pasando allí, se asustó. Luego le explicaron que era una dramatización.
Al salir de noveno, ingreso al Instituto Nacional Francisco Menéndez, donde estudié Bachillerato en Salud, opción Enfermería (1978-1980). El Inframen me marcó. Ahí entré al grupo de danza, tenían un buen repertorio y la maestra se llama Pacita Bustos.
Con la maestra Bustos comencé a trabajar lo que ha sido la base en el tema folklórico y otro tipo de bailes. Ella era optimista y agradable, le gustaba bailar de todo tipo de música. Nos enseñó a bailar danzas suramericanas y polcas, aprendí mucho con ella.
Al finalizar la educación media, ingreso a la Universidad Nueva San Salvador, estudio Doctorado en Medicina, después de cuatro años de formación suspendí por bailar.

¿Por qué dio ese cambio de medicina a bailar?
Una parte porque al salir de bailar del bachillerato nos informaron que estaban realizando una audición para la Escuela del Ballet Folklórico del Instituto Salvadoreño de Turismo (ISTU), elenco que tenía su sede en la Feria Internacional —1981—, allí estaba todo: instrumentos, vestuarios y ensayos, por esos rumbos pasé dos años. Luego, ingresé a la compañía sin percibir un salario, estaba como director Ricardo Andino.
En este elenco pasé un buen tiempo. Trabajé con otros directores: Ernesto López (director) y Carlos Orellana (subdirector), con ellos aprendí diferentes coreografías, fueron alrededor de 18 danzas. La que más recuerdo es “Los emplumados de Cacaopera”, me costó aprenderla y era la que más me interesaba. Fue precisamente esa coreografía la primera que bailé con la compañía del ISTU, en una gira por Nahuizalco, departamento de Sonsonate.
Siempre me encantó medicina, los catedráticos nos decían: “desde ya piensen que son médicos, aprendan a ser más sensibles con el público”, esa era la idea, pero me incliné por la danza. Me incliné por lo que más me gustaba y hay un punto importante, yo quería viajar.
En aquella época pensé: “si estoy en un hospital, difícilmente voy a viajar, pero si estoy con el Ballet iré a otros países”. Eso me hizo decidir, bailo o bailo; en ese espíritu he participado en festivales por Centroamérica, Belice, México, Estados Unidos, Francia, España, Holanda, Ecuador, Medio Oriente y Qatar, entre otros.

¿Qué hace falta para dignificar la danza?
Son tres factores que no deben faltar. El primero es el económico, esto permitirá que el elenco se organice bien; así como que todos los integrantes del ballet puedan unificar criterios.
En segundo lugar, tiene que ser un proyecto de Gobierno, donde se beneficie no solo a nuestro ballet, también al resto de grupos que existen en el territorio, por ejemplo “Los emplumados de Cacaopera”. Siempre los visitamos e investigamos, le damos seguimiento a su evolución, no para cambiar nosotros sino para que entendamos y expliquemos esos cambios. Por lo general, nos quedamos a dormir en la comunidad. Siempre nos piden plumas, vestuario, telas y otros materiales; también alimentos o gallinas para sus cofradías. Como Gobierno, tenemos que apoyarlos. Es bonito ver que estas comunidades en sus cofradías dan comida a la gente, las personas disfrutan de gallina, arroz aguado y tamales. Ellos y ellas no lo venden, lo regalan. En este tipo de actividades debería estar el Ballet Folklórico Nacional y las diferentes instancias, apoyándoles económicamente o con algunos víveres. Soy de ese pensar, aunque suene inapropiado. Muchos vamos a estas comunidades a recoger información, nos traemos parte de sus saberes, sus danzas y costumbres, y no les retribuimos.
El tercer factor es que aprendamos a darles valor a nuestros artistas, por ejemplo, a nosotros en una ocasión nos llevaron a México, nos ubicaron en un hotel donde había muchas cucarachas, se cerró la puerta y quedamos atrapados, nos tocó salir por la ventana. Hay países que no le dan valor a los artistas o a la danza. Fue toda una aventura, pero nosotros siempre brindamos un buen espectáculo. Lo único que esperamos es que nos atiendan con dignidad y respeto.

¿Cuáles han sido sus mayores logros por este andar?

Aunque pasé un buen tiempo sin devengar, fue a partir de 1986 que logré un salario en el ISTU. En esta institución aprendí cómo estructurar una coreografía. Es que bailar es una cosa, pero montar una coreografía implica muchas cosas, como documentarse, investigar y tener contacto con las comunidades de donde es originaria la pieza.

Uno puede tardar muchos años para poner en escena una coreografía, gracias a Dios he montado varias. Dentro de estas, la danza de “Los moros y cristianos” y “Los historiantes de San Antonio Abad”, en esta última tardé siete años para montarla.

Es bonito ver los espectáculos, pero todos esos años de investigación hay que reducirlos a cinco minutos y ponernos de acuerdo con las comunidades de donde es originaria la danza.

Otro es haber formado un grupo de ballet en Canadá, se llama Xochiltet, un elenco de salvadoreños que interpretan nuestras canciones populares.

Considero que el mayor logro es que a través de la danza he sensibilizado a las personas. Cuando hay pasión por la danza, uno la transmite al público; cuando hay un sentimiento, el público también lo siente.

Otro logro es que aún formo parte del Ballet Folklórico Nacional, con el cargo de coordinador artístico. Un elenco que nació en el ISTU, luego —1999—  pasa a formar parte Consejo Nacional para la Cultura y el Arte (CONCULTURA), donde se mejoran los salarios de la agrupación y se obtiene el edificio del actual ballet; en el 2009, pasamos a la Secretaría de Cultura de la Presidencia (SECULTURA).

En la actualidad, pertenecemos al Ministerio de Cultura y somos un total de 40 personas, entre bailarines, músicos, maestros, equipo logístico y administrativo, con una programación de 100 danzas.

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