Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
La guardia de seguridad dibuja el contorno de mi cuerpo con un aparato para detectar metales.
—Soy un sospechoso —Le digo con una sonrisa y subo los brazos.
Ella sonrié como respuesta y continua con su trabajo.
—Cuando voy a un banco de saco y corbata me dicen “pase adelante, licenciado”. Pero si voy como visto ahorita me revisan.
—Yo igual lo revisaré si viene de saco —contesta y agrega—¿Me permite ver que lleva en su maletín
—Claro —Y le acerco mi bandolera. Dentro reposan: una agenda, un libro, un lapicero. Ella mira todo con atención, yo recuerdo aquello de que la pluma es como un fusil.
—Me va a tener que dejar su celular —Así que se lo entrego, y agrega —¿Trae otro celular?
—Solo el de mi cabeza, que es mejor y funcional —Bromeo.
Ella sonríe y me invita a pasar.
Esa escena me deja pensativo. Obviamente los niveles de seguridad en el país deben ser altos, vivimos rodeados de problemas: robos, homicidios y un largo etcétera preocupante que nos hemos acostumbrado a cohabitar y nos deteriora como sociedad y seres humanos. Uno nunca sabe, las apariencias engañan y la persona a tu lado podría ser un delincuente o al menos eso parece ser así. Sin embargo, los sistemas de seguridad han ignorado la presunción de inocencia de los individuos para sospechar de cualquiera sin que exista un proceso o una sentencia. Ahora uno es el principal sospechoso de ser un delincuente, sobre todo si llegaste a pie.
Y la histeria colectiva da inicio. Las colonias cierran sus calles con portones, la gente contrata vigilancia por mucho dinero (aunque a los agentes les paguen un salario mínimo que no les alcanza para nutrirse), los contratos de seguros crecen, la instalación de alarmas para casas o vehículos, y las cámaras para violentar privacidad y cuidar. La delincuencia y la inseguridad se han convertido en un buen negocio, tanto para los que la ejercen como para los que la contienen. Triste.
Cuando se firmaron los Acuerdos de Paz en 1992 pensamos que la paz se desarrollaría, el temor a salir de casa y no volver jamás se repetiría, que nadie te señalaría en la calle por ser contrario y nadie te expulsaría de tu colonia por alguna diferencia de pensamiento o por alguna situación gregaria.
La realidad es otra, más compleja que la guerra civil. Las desapariciones forzadas se desarrollan en cualquier lugar. Si te equivocas de ruta de bus o te extravías en una calle estas sentenciado a morir. Las extorsiones no dejan avanzar a los pequeños y medianos empresarios, la paranoia crece por las calles. No es raro ver a sujetos subir a los buses y con libertad asaltar o pedir dinero para evitar el asalto. Y así la gente de a pie no solo es sospechosa de ser criminal, también es la principal víctima de la delincuencia… y nada cambia. Los delincuentes depredan a los pobres, a los usuarios de buses, a los que buscan emprender…
¿Por qué no se erradica el problema? Existen muchas hipótesis, pero la que más se soporta es la falta de interés por hacerlo. Es más fácil seguir la vida como está, ya existen medios de control manteniendo todo en su lugar. Total, ¿acaso los salvadoreños no hemos sido los siempre sospechosos de todo?, como lo afirmó Roque Dalton en el Poema de amor.
Y así seguimos, llegando a visitar amigos o familiares y dejando un documento. Nos revisan en los bancos como presuntos delincuentes, nos paran los policías en las calles porque algo les pareció raro de nosotros. Como un ciclo infinito porque “somos los siempre sospechosos de todo”.