René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Tierra de entrañas puras y placentas enterradas, estrecha en geografías y nudos oceánicos, pero ancha en soledades impuestas por la dura tiranía de los metales cobrizos, grises o amarillos, sin qué ni para qué te poblaste de rumores falsos, de brazos desganados, de brújulas trastocadas y de bocas mudas que, sin conocerla, conocieron la complicidad del indigente que cierra los ojos para creer que no vive en la intemperie más atroz; para creer que viven en la patria maravillosa que está detrás de las vitrinas de los almacenes y restaurantes en cuyas aceras duermen plácidamente bajo los cortos brazos de cartones y periódicos orinados sin ninguna piedad humana.
Unas palabras verticales y silentes fueron ardiendo en el imaginario del infinito pueblo que, por aquello de la desigualdad social que no perdona ni traiciona, no logró entrar en la gloriosa oración a la bandera salvadoreña y, lentamente, muy lentamente, fueron convocando flores clandestinas para decretar nuevos sábados de gloria hasta que los cerros y las calles y las escuelas traquetearon sin parar para pregonar domingos de resurrección y utopías inconclusas cubiertas de plomo y sangre y pasos apurados por el miedo y el valor como un solo sentimiento patrio. Fue dura y cruda y necesaria la verdad, como el pico y la azada que rompieron la tierra infértil para sembrar el deseo que tendría contenido y forma en la consigna germinal que llenaría los campos y avenidas con furtivas primaveras.
Tierra de sentimientos cargados de cuerpos y cadáveres abandonados, estrecha en kilómetros cuadrados completos, pero ancha en hambrunas tuteladas, sin qué ni para qué tu dulce flor nacional fue rechazada desde su parto; fue silenciada desde antes de pronunciar la primera palabra; fue suplantada en secreto por flores exclusivamente exóticas y obscenamente prohibitivas… tus gruesas ansias de luz, fueron expropiadas a punta de leyes corrompidas desde su corrupta concepción; la levadura colectiva de tus manos rugosas, dejó de inflar el pan recién horneado de los besos oportunos; el largo patriotismo de la solidaridad social con el vecino que está más jodido que nosotros, se transformó en consumismo desenfrenado… Sin embargo, llegó el justo día en que las dignidades justas rompieron las paredes del conformismo y botaron, piedra por piedra, los muros de las cárceles que nos alejan de lo que brota del suelo sin hacerle caso a los cercos.
Tierra de ojos ciegos que no saben que existe el horizonte, sin qué ni para qué por muchos años fuiste poblada por personas oscuras que se apropiaron de la luz del oro colectivo, y por eso el pueblo quiere hacer de sus manos el recipiente del agua bendita de las luchas incorruptibles para hacer dulce la misteriosa fuente del mar que tenemos en la cara; para machacar las hebras más fuertes del corazón en el molcajete fascinante de la memoria que los tristes historiadores de la derecha quieren magullar, libro a libro, mentira a mentira, para exorcizar el pecado mortal de la dictadura de las mayorías y cerrar el camino de la primavera que amenaza con caerles encima… a ellos y a sus patrones. Es la hora de ayer, la hora de almuerzo, la hora de mañana, la hora de la dura despedida, la hora de la bienvenida sin protocolo sanitario ni mascarillas; entre la hora que muere de un solo tirón y la hora que nace en sesenta pujidos… se gangrena la lengua de la edad de las mentiras bonitas dichas por políticos feos.
Tierra entrañable y tibia como los hijos, estrecha en latitudes celestiales y ancha en corazones nobles y felinos, sin qué ni para qué fuiste degrada a la paradójica y triste noción de patria con ciudadanos sin patrimonio visible para que los muchos agacharan la cabeza frente a los pocos, a pesar de que naciste de campesinos y trabajadores sin más prestación social que el orgullo de no ser ladrones confesos o inconfesos; naciste de los hijos sin bautizar de los panaderos sin documentos de identidad ni ahorros bajo el colchón; naciste de las locuras voladoras de los poetas y escritores perseguidos por las metáforas obtusas. Muchas veces, millones de veces, naciste en secreto entre los lujos impunes de los traidores de la sangre, de los delatores de la audacia ajena, de los sucios carceleros de la justicia social y de los relatores de la verdad oficial de los victimarios que, en sus ranchos de playa, pensaban que te tenían sumergida desde que decretaron que cada uno de tus años de vida estaría constituido por cincuenta y dos semanas santas en las que, sin qué ni para qué, el pueblo pone el muerto, pone los asesinos materiales, pone los Pilatos, pone los Judas y pone el carpintero que talla la cruz que martiriza.
¿No será delirium tremens creer que hoy puedes nacer públicamente de los hijos bautizados por la dignidad que camina con zapatos nuevos y ropas de domingo?, ¿es mucho pedir, acaso, que la patria colectiva nazca de la leña individual y el rocío de los comales de barro infinito que nunca pierden el calor?, ¿será, acaso, ingenuidad o será pendejez esperar que las buenas nuevas lleguen a tocar las puertas viejas de los barrios populosos haciendo a un lado el dolor de sus manos maltratadas por los salarios y por el desempleo más bestial y premeditado? Sin embargo, tienes alma de necio sobreviviente, en tus ciudades crecen en racimos prodigiosos las miradas que no fueron tocadas por la muerte… y, a pesar de todo, te alzas armada y robusta bajo los harapos de los que ya no quieren sentir frío. Sin qué ni para qué, patria, hoy brotas para poblarlo todo.