Myrna de Escobar,
Escritora y docente
Según lo constató el forense aquella tarde, era fácil tropezar con la nobleza del pasado. La miseria se respiraba en cada cosa, en cada en cada mueble y en cada cortina del aposento. Las sábanas frías, roídas y descoloridas anunciaban la quietud del lecho. Los retratos, como muecas de un tiempo mejor, colgaban por doquier. Sus habitantes habían sido dos adolescentes que acarreaban bultos o hacían mandados en el mercadito local, a cambio de unas monedas.
Carlos, dos años mayor, era tímido, pero muy apuesto. A diferencia de Chepito, que escondía sus ojos tras unos espejuelos gruesos. De sobrenombre “Soñador”, Chepito anhelaba comprar una casa y un carro cuando fuera grande. Tenía 14 años. Era emprendedor y aficionado a los relojes. Según él, solo era cuestión de tiempo para que su madre regresará de los Estados.”. A diferencia de su hermano, él la esperaba.
Careciendo de muchas cosas lo que más deseaban era tener un menú variado y nutritivo, y por eso se alegraban de los alimentos escolares, que devoraban como nadie en la escuela. Pero un día todo empeoró. Recibían menos monedas por sus servicios. Preocupado por su situación, Carlos unió su vida a la de una vendedora, muchísimo mayor que él para garantizarse el sustento.
Chepito, viéndose solo, contemplaba su tristeza sentado en un viejo trapecio detrás de la casa; cuyas ramas se inclinaban sobre la amplia hondonada. Chepito se sentía como un barco anclado en un viejo puerto, como un trapiche abandonado en un viejo pueblo, o cómo una enredadera en busca de algo. Su perro le hacía compañía.
Más aquella tarde de noviembre se despojó de los relojes y los colocó en una mesa. La brisa fresca desapareció de un soplo y el perro se alejó. Los libros le parecían inútiles. Pensó en su madre. Saber su promedio escolar significaba poco. La alacena vacía y los bolsos rotos, le hicieron desvariar. Contempló la vasta luminaria que en lo alto. “Las nubes, las nubes. — pensó—, parecen lonjas de pescado apetitoso.
No pudo más. Desarmó el trapecio y se ató la soga al cuello. Su cuerpo se deslizó lentamente hasta descansar por fin en el fondo del abismo.
Dos días después su hermano le encontró. Llevaba consigo una torta de higos para compartirle. Se había inscrito en un curso de panadería, muy cerca de la escuela.
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