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Sinfonía del pan recién horneado (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo

Mi nombre es René… sí, René, aunque tengo cara de llamarme Salvador, ya lo sé. Pero mi abuela me puso René porque yo debía ser -me dijo- justo en el orgasmo del arrasador huracán Fifi cuyos vientos feroces y aguas caudalosas sirvieron para ocultar las tertulias subversivas en las que participé cuando apenas cursaba sexto grado- “el renacido” de entre las balas de la dictadura militar y el sobreviviente de las cenizas invictas de su memoria que era como el santo grial de los recuerdos colectivos de mi Ciudad Delgado. Mi madre no puso objeción al respecto, solo cerró los ojos para imaginar la cara que tendría colgada cuando adulto. Por el gesto de su rostro deduzco que usted ya sabía eso y le confieso que yo siento que la conozco de toda la vida, siento que usted es como una referencia vital de mis palabras, de modo que obviemos la falsa sorpresa y arrimemos la taza de café que nos hará sentir íntimos en las estelas de las palabras y las pausas.

De alguna forma siento que usted ha merodeado y cubierto mi vida desde niño, y más aún desde que supo que mi mamá se quedó sola, justo en aquellos años acres y cruentos en los que todos estuvimos en peligro. Supongo que el ansia y misión de protegernos contra el hambre y contra la represión militar fue el recurso de apelación imbatible que usted presentó al ejecutado veredicto de su muerte, y solo lo supongo, porque aún no logro descifrar bien su rostro que veo como difuminado, pero que se que es íntimo e inevitable. Se que usted se reunía con mi madre en el mítico Pupusodromo de la 5 de Noviembre para hablar de todo sin decir nada, mientras, suspirando de placer inenarrable, saboreaban las mejores pupusas del planeta hechas en comal de barro. Eso lo supe sin necesidad de espiarlas; lo supe porque, inexplicablemente, usted y ella son una parte de mi biografía; usted, al regalarme las palabras para que nunca la dejara morir ni dejara morir al pueblo; y mi mamá, porque me regaló el silencio, porque me enseñó a acariciar sin usar las manos ni la boca. ¿Se da cuenta de que hablo con usted como si fuera dos personas? Un espectro y un cuerpo.

Es evidente que usted es una mujer tan misteriosa como mágica, hasta el punto en que creo que es capaz de vencer a la muerte o regresar de ella. De algo así hablábamos en casa cuando mi mamá tenía un breve alivio laboral, no decíamos mucho, pero pensábamos y sentíamos como poseídos del sándalo, sobre todo después de la muerte de mi abuela. Y es que en mi casa imperaba el silencio, el cual se volvía escandaloso con los cotidianos actos de amor que mi mamá y mi abuela realizaban hasta lo indecible. Usted se parece mucho a mi abuela, por cierto, y hasta creería que lo es de no ser porque ella murió en 1980 bajo las balas de la delincuencia mientras se dirigía al mercado a buscar nuestra comida, porque ella me juró que jamás iba a permitir que yo sufriera hambre. Mi madre hizo el mismo juramento y lo cumplió con exactitud trabajando más de 35 años sin pausa, incluso a costa de sus sueños juveniles. Por ellas dos es que yo no sé lo que es el hambre, pero la conozco, porque mi abuela se encargó de dejarme claro que yo debía luchar por los hambrientos, que ese era mi deber, que esa era le enseñanza del sacrificio de mi madre.

En un cuarto diminuto y silencioso en el que Pedro Infante era el líder indiscutible transcurrió la etapa más relevante de mi vida porque tuve a la mano a mi abuela y a mi madre. En ese cuarto fascinante como la nostalgia –el mejor del mesón de Mamá Licha, mi bisabuela- aprendí que cuando se empeña la palabra se empeña la dignidad y que, si es necesario dar la vida para cumplirla, se da y punto. En ese cuarto –el lugar más hermoso del mundo- mi abuela, la niña Lidia Valle; mi mamá, la niña Gloria Pineda (la Pinedita, para sus compañeras de trabajo en el Hospital de Maternidad); y mi hermana, Damisela -yo sé que usted las conoce- aprendimos que hay que tenerles miedo a los vivos, no a los muertos; que el universo cabe en una taza de café de maíz y en el humo de un cigarro; que no hay palabras malas, y que Amorcito Corazón es la mejor canción de la historia porque mi abuela y mi mamá así lo decidieron. Punto.

A pesar de que en ese entonces yo era pequeño, comprendí todo a la perfección. Damisela creo que no lo comprendió como yo, pero ella es cuatro años menor. Quizá por eso en estos días duros y amargos se despierta llorando por la madrugada. Es el miedo a la soledad, a la nostalgia, al dolor que causa sacar el pañuelo blanco para saludar a los que zarpan en el barco de la eternidad. Yo sé que usted nunca ha sentido miedo ¿o sí?

En mi caso, creo que el dolor de los seres queridos es mayor que el propio, el cual se ha ido aminorando cada vez que apareció en mi vida gracias al espectro que me ha cuidado de todo mal desde el 14 de mayo de 1980, día en el que perdí una parte de mi corazón. Usted sabe de eso como si lo hubiera vivido desde el otro lado de mi vida. Pasaron los años de esa pérdida y mi mamá siguió llorando en silencio, porque el silencio siempre ha sido nuestro refugio. Usted conoció a mi mamá como si fuera su propia carne, fue testigo de cómo se le fueron apagando los colores de tanto trabajar para que en casa nadie aguantara hambre; la esperó en la parada de buses los días que llegaba bien entrada la noche después de trabajar más de doce horas; usted nos cuidó a nosotros… sí, ahora lo recuerdo, usted nos cuidó a nosotros para que el hambre fuera un asunto ajeno.

Nosotros vivíamos bien, no en cuanto a dinero, porque ese siempre fue escaso, sino en cuanto a la felicidad y protección que puede dar un hogar custodiado por mujeres guerreras y buenas, y a pesar de que habitábamos un cuarto de mesón realmente diminuto, a nosotros nos parecía que estábamos en una mansión olorosa a pan recién horneado.

El sueldo de mi mamá no alcanzaba para casi nada, pero mi abuela hacía milagros en el mercado y siempre comimos rico y a tiempo, y hasta le alcanzó para comprar, con dificultades de pago, un televisor blanco y negro frente al cual nos reuníamos por la noche para ver las películas de Pedro Infante y a Barnabás Collin, el vampiro elegante y sombrío. Venciendo la carencia, todas las navidades estrenamos ropa y tuvimos juguetes nuevos, un milagro que solo pueden hacer las madres y abuelas porque son oriundas de Macondo.

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