René Martínez Pineda
Sociólogo
Hubo muchos días en que estuvimos al borde del hambre (es feo solo recordarlo), pero nunca cruzamos esa tétrica frontera gracias a mi madre, usted lo sabe, aunque no sé por qué lo sabe. Haciendo de tripas corazón, en algunas contadas ocasiones hasta alcanzaba para ir a comer pupusas revueltas donde la niña Lilian y esperar a que pasara el tren de las 6 de la tarde para salir corriendo a saludar a los viajantes que imaginábamos que venían de dorados países misteriosos que solo existen en los sueños infantiles. Yo creo que fueron esas carencias que sentíamos tan cerca las que nos hicieron amarnos unas a otro en el silencio del mesón que veía a mi abuela haciendo conjuros culinarios y a mi madre haciendo milagros pecuniarios a fuerza de desvelos laborales y ahorros imposibles. Cuando había tenido turno toda la santa noche en el Hospital de Maternidad –lugar de trabajo que fue un augurio de la familia-, mi madre solo se levantaba a almorzar sin hablarle a nadie, sin decir ni una tan sola palabra, porque el cansancio era demasiado pesado y rudo y, al mismo tiempo, era un cansancio tan suave como la mejor de las caricias.
Los vecinos fueron fieles testigos de los sacrificios y milagros que sucedían en el cuarto número 7 del mesón, ese territorio sin coordenadas ni fronteras humanas que habitábamos vestidos de felicidad y, al verlas pasar, les hacían reverencias a mi madre y a usted y a mamá Licha, mi bisabuela. ¿Dije usted? ¿Se ha dado cuenta de que la he venido confundiendo con mi abuela durante toda esta charla irreal? Nunca falté a la escuela porque ese era mi trabajo, aunque a veces deseaba quedarme en casa rondando las libélulas y los zompopos de mayo que recorrían el patio y que por las noches se convertían en luciérnagas y dragones diminutos con los que jugaba a hacer sombras en las paredes para sacarles una sonrisa. Usted ya sabe que mi mamá murió en estos días, y hasta creo que esa es la razón de su visita inesperada que he esperado tanto desde que partió muy lejos de nosotros. Fueron unos días muy duros para ella, tuvo que sufrir los dolores y el hambre que no merecía porque ella no nos dejó aguantar hambre a nosotros. Murió un sábado y unas horas antes yo estuve a su lado para darle consuelo con mis palabras entrecortadas y mis manos como panderetas; para decirle al oído, así muy quedito, que se podía ir en paz a reunirse con mi abuela. Pero eso usted ya lo sabe, ya lo sabe, y por eso ha venido a vernos a nosotros de inmediato ya que usted siempre tenía la pócima mágica a la mano para quitarnos el dolor y el sufrimiento.
Desde hace muchos años yo tenía ganas de hablar con usted, cara a cara, piel a piel, porque usted fue lo más importante para mí y mis hermanas, simplemente porque fue el cemento que mantenía unidas las paredes del hogar y porque era la extensión de un amor invicto a través de mi madre igualmente invicta en su sacrificio. Yo las quise mucho a ambas, ese era mi destino desde que nací; las amé hasta lo indecible, aunque nunca se los dije con palabras porque ustedes me dijeron que bastaba con que fuera un hombre bueno luchando contra la injusticia social. Y entonces… esto que ven es lo que soy: una fuerte extensión de las dos. Teníamos tantas cosas que hacer por los demás que no nos quedaba tiempo para mimos. Pero cuando ustedes no me veían yo las miraba de pies a cabeza y sentía un orgullo cierto circulando por mis venas abiertas, algo así como una emoción utopista, algo así como una mezcla de cariño con historias no contadas que me hacían imaginarlas siempre jóvenes y fuertes y satisfechas por ejecutar a la perfección la sinfonía del pan recién horneado que hasta alcanzaba para mis amiguitos más pobres que yo. Por eso el castigo del hambre que padeció en sus últimos días era algo inmerecido –¡algo inmerecido, por la gran puta!-, algo que usted ha venido a remediar llevándosela a su lado para comer bien rico, codo a codo, mientras escuchan y bailan las canciones de Pedro Infante para que yo las vea en el refugio de la almohada y deje de estar triste. Lo sé muy bien, y sé muy bien que usted no es de este mundo; y se que en este momento yo soy la aparición, yo el espectro, yo el muerto que vive en sus memorias.
En este instante en que la nostalgia pone tibios y marítimos mis ojos, siento el último abrazo fuerte y escucho la última sonrisa y saboreo el último bocado del pan recién horneado que jamás volveré a comer de este lado de la vida. ¿Recuerda usted cuando ella sonreía a escondidas pensando en las travesuras que hacía cuando niña y que jamás se las contó para no ser castigada?, ¿se acuerda usted? Yo sí me acuerdo a través de las travesuras de mis hijos. Ahora las veo juntas a usted y a ella, a ella y usted, a ustedes y nosotros. La gente va a creer que estoy loco porque me pongo a platicar con los muertos… y tendrán mucha razón al creerlo porque la locura es el último refugio del dolor, es el último refugio del arrepentimiento inocuo por no ser capaz de conquistar la inmortalidad para regalársela a quienes amamos en silencio y a solas. Las dos se merecen ser inmortales en la levedad de las palabras que escribo con demencial disciplina para no volverme loco.