Sirenas

SIRENAS 

Por Claudia Denisse Navas

I

Otra vez ese sonido de sirenas. Todo el día, toda la noche, toda la semana. Esos aullidos me oprimen la cabeza, el estómago, el corazón. ¡Qué angustia! Patrullas y ambulancias que escoltan un cuerpo camino al cementerio. … ¿Y si un día ese cuerpo fuera el mío? ¿Hoy? ¿Mañana? ¡Ah! ¡Si seré babosa! El día que suceda, ni me voy a enterar…

Estoy despierta a las cuatro de la mañana, pura costumbre. Pero hoy estamos en cuarentena. En cuarentena y confinados. No se puede ni salir. Me acomodo en la cama, me arropo hasta la nuca y me duermo otro rato, hasta que se me calienta el lomo. Mi mamá diría que ya me volví holgazana. Solo yo sé que es cansancio. Cansancio apilado, año tras año.

De verdad, no me dan ganas de levantarme, y ya se me hizo tarde. Son las siete. Cuándo en mi puta vida me había levantado a esta hora. Todos los días, no más aclara, voy empujando el cuerpo para adentro del microbús. A llegar al centro. Y luego, otro pleito igual, hasta llegar al Salvador del Mundo. Y luego, el último empujón, hasta llegar a esa colonia de casas enormes, con flores y arbolitos, con cocheras en las que mi champa cabe dos veces. Todavía me echo tres cuadras a pie, cuesta arriba, para llegar a la oficina… Mejor me levanto. Hay que hacer el desayuno para que Foncho salga con su camión. Al menos con la venta de la fruta y la verdura, vamos pasando.

El gato también se tira de la cama en cuanto me mira tomar los fósforos para encender la cocina. Allí está, maullando como que quisiera hablar.

—Y ahora, ¿qué querés? ¿Qué te dé de comer? Si ni yo sé qué nos vamos a hartar — le digo, como si pudiera entenderme. Le despenico un pedazo de pan.

Me pregunto cómo hará la Mary con la comida de los seis niños que tiene, y con la hija mayor recién parida. Parir en este tiempo… ¡Dios guarde!… Voy a dejar el agua para el café en la cocina mientras pongo la ropa sucia en agua con jabón. Más tarde voy a ir a la tienda de la Felícita, a ver si tiene detergente. El mío ya casi se termina. Pero iré cuando el marido no esté atendiendo. El viejo no me va a querer dar fiado. Desgraciado, como si el negocio fuera de él.  Se me han ido acabando los centavos que tenía. Ya van dos meses desde que me dijeron que la oficina está cerrada, que la gente está haciendo el trabajo en sus casas, que no necesitan que llegue a hacerles la limpieza, que no hay trabajo ni pago para mí. Hasta nuevo aviso, dijeron. Malditos, como si una comiera hasta nuevo aviso.

II

Está lloviznando. Desde el patio de mi lote se ve bien el boulevard. Completo, largo, como este tiempo de zozobra. La nube de humo negro-amarillo es leve. No hay buses, ni carros. Solo esas ambulancias y esas patrullas aullando, apresuradas por el deseo de vomitar al muerto. Y los vivos, encerrados, con miedo, sin pisto. En todo el mundo. Ni la niña ha logrado remesar nada, ella también está sin trabajo desde que empezó la tal pandemia. Increíble. Esta situación es increíble. Si apenas fue en diciembre cuando dieron esa noticia de una sopa de murciélago y de ese hospital chino que construyeron a ritmo de hormigas locas.

Las sirenas suenan otra vez. ¡Dios mío! Mientras el hombre se toma su café, voy a poner las noticias. Solo eso queda para saber qué está pasando afuera, cuándo vamos a poder salir a las calles sin que lo defina el último número del documento de identidad. El canal está anunciando el reparto de esas bolsas con comida. Dicen que van a llegar a cada colonia. Quién sabe cuándo vendrán por acá. Y eso que no vivimos tan refundidos. Desde cualquier punto del boulevard se mira el destello del sol sobre el laterío de champas, y el puño de banderas blancas… Por gusto. La comida les llegó más rápido a la colonia de arriba, donde todas las casas son de bloque y doble piso. Fuimos con la Felícita a ver si traían alimento para nosotros, dijeron que no, que ellos tenían su ruta, que otros nos iban a visitar. De eso ya van dos semanas. Y allí, las patronas se quedaron en las puertas, esperando que sus empleadas fueran por los víveres. Me daban ganas de tomar fotos y subirlas al Facebook, pero es buscarse pleitos de choto. Por una opinión diferente, uh, se viene la correntada de burlas e insultos. Yo lo único que sé es que, si no trabajo, no me harto. No importa quién esté de presidente. Siempre ha sido así…

¿Ya se fue el hombre? Ni lo oí a qué hora salió. Mejor lavo los trastes de una vez. Si los dejo para después de la limpieza, se me llenan de moscas… Uy, qué bulla. Son helicópteros y avionetas. Vuelan bajito, para intimidar a la gente, para que no salgamos de las casas, para que estemos guardados como cusucos. Rápido se me llena la cabeza de recuerdos de los tiempos de guerra, con esos ruidos y las calles solas. Se me figura que cualquier rato voy a empezar a oír las ráfagas de metralla, como las que mataron a mi hermano en el Guazapa. Para qué ir tan lejos, si este tiempo también ha estado lleno de ingratitudes. Sólo hay que ver la tunda que los soldados de Santa Ana le metieron al viejito que salió a abrevar las vacas, como si los animales no tuvieran sed por estar en cuarentena. O el caso de aquel pobre bicho de San Julián al que la policía le disparó en las patas porque se negó a darle pisto. Con cargar un arma se les alborota el ego a estos hombres, se les olvida que tienen familia, que puede llegar el día en que sus propios hijos paguen lo que ellos hacen…

III

¿Dónde puse la escoba?… Allí van de nuevo las sirenas. Hoy sí se han alborotado. Este virus nos está llevando de encuentro. Y uno soñando con morirse en su cama, con los ojitos a media luz, y con alguien que les tome la mano. Nada. Hoy toca agonizar en cualquier lado. Sin rostros amigos, sólo máscaras. Y ser enterrado sin ceremonias. A mí lo que más me aterra es el sofoco, resollar y resollar, quedarse sin fuerzas y no alcanzar el aire. Debe ser una muerte espantosa. Eso me tiene atribulada con mi mamá. Qué relajo tendrá en su casa hoy que no puedo ir hasta San Marcos a hacerle su oficio. Ya está tan sorda la pobrecita que fue por demás comprarle el celular. Es más lo que me aflijo cuando la llamo y no atiende.  Cómo quisiera que estuviera conmigo, pero no quiere dejar el terreno en que vivió con mi papá. Con solo que no se me ponga grave, porque en los hospitales no quieren recibir gente, ni siquiera a la que llega resollando y afiebrada.

Desde hace dos días tengo un poco de tos y me ha dado calentura, pero Foncho me ha estado dando infusiones de jengibre. Seguro se siente culpable. Ya le dije que ya no salga con el camión, al menos tan seguido, que tenga cuidado con que no se traiga el virus a la casa. Eso de ir al mercado y luego andar repartiendo la venta por aquí y por allá no es bueno. Pero es necio, por fin hombre. Cómo va a dar su brazo a torcer, cómo va a permitir que yo lo mande. Además, es su pretexto para irse donde la otra mujer que dicen que tiene en las casitas de la línea del tren.

¡Santo Dios! Apenas empieza el día. ¿Por qué me siento agotada? Voy a tener que dejar la lavada para después. Siento mucho frío. Seguro me ha subido la calentura de nuevo. Me voy a tomar una pastilla y me acostaré un rato. ¿Quién habrá inventado esta enfermedad? Porque a mí no me engañan. Esto es una gripe que crearon para despachar rápido al otro mundo a gente como yo, esa que ya reclama la pensión. Menos mal que yo me enfermo poco.

Hoy se me ha alborotado la tos también. Pero debe ser solo un resfriado. No puede ser nada más, si ni salgo de la casa. Qué cansancio. Me voy a la cama. De todos modos, falta bastante para que me ponga a hacer el almuerzo. En fin, una sopa de verduras se cocina rápido. A ver si logro dormir. Tal vez. Tal vez también dejo de oír el aullido de esas sirenas, de esas malditas sirenas que cada vez suenan más fuerte. Que parecen estar a la puerta de mi champa. Que parecen que vienen por mí.

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