René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Cuando sueño sueños colectivos y escribo sobre la cotidianidad como lo tangible de la sociedad, en tanto mundo sociocultural que convertimos en nuestro mundo feliz, me doy cuenta de que todo lo que soy es una extensión de los otros que son mis gemelos, porque, al final, soy la parte de un todo llamado clase social, una parte que lo contiene y que es contenida. Cuando, como acto de denuncia, escribo un poema o un cuento sociológico en la superficie plana del espejo, me doy cuenta de que el mundo ha vuelto a ser plano, y constato que me parezco más a un sirio masacrado, en los lindes de Damasco, que a Trump en su risible Olimpo; o a Obama, con su premio Nobel de la Paz por hacer la guerra a los pequeños; o a los Bush, y la sangre milenaria que derramaron en Irak. Y descubro que no hay un átomo de mi cuerpo que no sea mío y que mía es la tierra fértil que me parió, una tierra bombardeada, expropiada o colonizada por las oscuras fuerzas de las armas y las aún más oscuras fuerzas de las mentiras que huelen a azufre.
La Enmienda Cero de la Constitución gringa, la Enmienda de la carta de derechos norteamericanos que no aparece en el texto, pero que es la que determinada en última instancia a las diez enmiendas (volviéndolas pétreas), dice claramente: “el señor presidente de los Estados Unidos está obligado a bombardear y saquear indiscriminadamente a los pueblos pobres e indefensos del planeta (“los agujeros de mierda” –shithole-) en nombre de la democracia, del petróleo blanco y de cualquier otro recurso natural que necesite el país”. La Enmienda Cero –que valida el lado tenebroso del poder- busca y patenta y ostenta la devastación total de la tierra ajena, y sus expresiones más concretas son: la violencia orgánica (que condena al hambre y analfabetismo a miles de millones de personas que, en un acto de bestial ignorancia política, se indignan porque los movimientos populares gritan por las calles “Yanquis go home”, y se quedan callados ante bombardeos destructores como los que se hicieron en Siria); la guerra neocolonizadora (que legitima los excesos y arbitrariedades, tanto físicas como verbales, como las que han hecho famoso a Trump por su insana y patética ferocidad) y el terrorismo (que nos quita, de golpe, las virtudes que nos separan de las demás especies). Ese poder devastador se activa con dos dispositivos, mundanos o simbólicos, respaldados por los medios de comunicación y por los arsenales de devastación: la intimidación y la gran mentira del momento, las que se diferencian de las amenazas simples y los simples rumores, pues van acompañadas de un ritual de exhibición bélico al estilo de los desfiles de moda. La intimidación puede ser: abierta, mediada u orquestada con otras potencias.
Hace días fuimos testigos, nuevamente, de cómo el videojuego de destrucción virtual, con la mentira de las armas químicas en manos equivocadas, se tomó por asalto la realidad para aplicar la Enmienda Cero, y pudimos ver los gritos y oír la muerte y oler el dolor de sangre que se presentaron sin protocolo en las afueras de Damasco haciendo blanco en los niños y los ancianos… y entonces la utopía abrió mi camisa y hundió su lengua hasta tocar mi corazón desnudo porque esos niños se parecen mucho a nuestros niños y esos ancianos se parecen todo a nuestros abuelos.
A esos hechos hay que añadir otra circunstancia, y es que tamaña mentira no es solo achacable al gobierno de Trump, sino que por lo menos empezó durante el gobierno neoliberal de Bush padre, lo que nos obliga a recalcar (para no seguir con la creencia de que se trata de la política exterior de un presidente visto por muchos como mentalmente insano) que la mentira estratégica es una medida usual del Imperio para justificar la intimidación y ataque contra los países a los que quieren despojar de sus recursos naturales o que tienen una posición geográfica envidiable (la moderna ruta de la seda). La rutina y efectividad progresiva de la intimidación depende de la forma en que el intimidado actúe. Siria y, de forma indirecta, los países progresistas (amenazados por exhibición) tienen varias opciones:
a) Someterse incondicionalmente a la intimidación, lo que llamo “claudicación sociocultural suicida”, que se constituye en la antesala del fin de su historia si la intimidación se concretiza en toda su magnitud.
b) Oponerse a la intimidación de forma especulativa para medir fuerzas o valorar hasta dónde está dispuesto el intimidador a usar su poder devastador; o bien, negarse a aceptar el fundamento esgrimido por el intimidador. Esas opciones ante la intimidación no deben menospreciarse, sobre todo si están matizadas de factores fundamentalistas, dado que, por lo general, el que se opone o se niega está dispuesto al sacrificio simbólico dado que la muerte está más allá de ellos.
c) Contra-intimidar, ya sea al intimidador directo o a sus aliados, con lo que el ritual de la intimidación se convierte en un círculo vicioso que se romperá cuando cualquiera de los protagonistas las cumpla, arribando a un escalón más letal de las mismas. En todo caso, el contra-intimidar pretende crear una situación –artificial y precaria, por cierto- de persuasión, para evitar los enormes costos que significaría una devastación interna. Esa persuasión, cuando llega a nivel supranacional, se convierte en el principal justificador de los enormes gastos militares: “yo me armo, tú te armas, yo me vuelvo a armar, tú te armas aún más… todos nos armamos, menos los pobres”.
e) Desentenderse de la intimidación y sustituir las opciones anteriores por el rezo improductivo del que se sienta a esperar “la voluntad de Dios”. Esta es la opción más peligrosa, tanto para el intimidador como para el intimidado, dado que puede hacer caer al primero en excesos lamentables y, al segundo, en el desamparo total de la sumisión incondicional.
Ahora bien, de Estados Unidos depende llegar a las tenebrosas situaciones antes mencionadas, consolidando la fanática justificación del terrorismo institucional del capital que necesita del poder de destrucción masiva para mantener su triste y cruenta hegemonía en todo el planeta, cuyo pecado original fue la Primera Guerra Mundial, pues fue el Primer Reparto del Mundo entre los países capitalistas.
En este momento, todos somos Siria; todos debemos ser Siria si no queremos ser el próximo blanco de los bombardeos quirúrgicos de los norteamericanos.