Luis Armando González
¿Debilidades en esta forma de argumentar? Muchas, y algunas no requieren, para ser identificadas, más que una somera reflexión. Para comenzar se tiene la palabra “colonialidad” que se usa como un paraguas enorme en lo que cabe un todo, igualmente enorme, pero diverso y variado, como lo es la modernidad europea, inconcebible, por cierto, sin las tradiciones hebreo-semítica y cristiana de las que se nutre. Ahora bien, la palabra “colonialidad” prácticamente lo abarca todo lo que sea dable concebir como influido por la “cultura del colonizador”; y claro está que dado ese carácter envolvente surge la inquietud acerca de si quienes están en contra de esa colonialidad –es decir, los “de-colonizadores”— no están ellos mismos atrapados en esa cultura.
Es presumible –altamente presumible— que sí, y no solo en cosas menores, como los guiones en los apellidos, sino en asuntos de mayor calado como la lengua, la lógica, el razonamiento y las formas de argumentar, las estrategias de publicación, la competencia en las ideas, el individualismo, la responsabilidad pública y los mecanismos para divulgar-promover sus planteamientos (revistas, libros, editoriales, etc.). No hay que hurgar con demasiado rigor para caer en la cuenta de que, por esos y otros motivos, bastantes “de-colonizadores” se mueven en los marcos de la colonialidad. Les sucede como a un filósofo que escribió un libro con varios cientos de páginas en el que explicaba que había algo previo a las palabras –al logos— y más radical que ellas para fundamentar el proceso de conocimiento. Usaba palabras, y muchas, en su argumentación, con lo cual mostraba que no solo que estaba atrapado en ellas, sino que sin palabras no podía ofrecer nuevo el conocimiento que él había producido. Este filósofo, al usar palabras para demostrar su irrelevancia, las reafirmaba en su importancia. Igual les sucede a los de-colonizadores: reafirman la colonialidad –al menos, aspectos importantes de ella— en su quehacer crítico, sus argumentos, su lenguaje y sus publicaciones.
Además de hacer de la “colonialidad” una palabra “abárcalo todo”, sus promotores la tiñen de una connotación negativa (perversa, perniciosa); y como suele suceder cuando a una palabra-sombrilla se la da un sentido peyorativo: todo lo incluido en ella se tiñe de ese mismo color negativo. Así, los aspectos, componentes, procesos, etc., incluidos en la colonialidad vendrían a ser objeto de “de-colonización”, sin que quede piedra sobre piedra. Pero ¿es así con todo lo –se nos dice— que es parte o está influido por la “cultura del colonizador? Dejando de lado lo difícil que puede resultar separar nítidamente lo “colonizado” de lo “no colonizado” (o “colonializado”), cualquiera que examine con detenimiento los distintos rubros que se declaran “colonializados” es evidente que hay, entre ellos, conquistas que, además de ser patrimonio universal –no sólo europeo—, han contribuido a que los seres humanos nos humanicemos, sin importar nuestro origen o procedencia particulares.
Esas conquistas son parte de los recursos (lenguaje, lógica, racionalidad, pruebas empíricas, publicaciones, etc.) que tienen a disposición los de-colonizadores para criticar la colonialidad. Hay aspectos de la colonialidad –o más concretamente de la herencia colonial— que sí merecen ser desmantelados (oscurantismo religioso, conservadurismo, sumisión a la autoridad, mesianismo), pero que hasta ahora han resistido los intentos –tibios, las más de las veces— por abolirlos o limitarlos en su alcance. Marcar con la etiqueta de “colonialidad” todo lo que nos rodea –salvo algunas esferas libres, cosa discutible, de contaminación cultural— es una necedad, que impide discriminar aquello que de la modernidad –y las herencias de las que se alimenta— es acicate para humanizarnos y dignificarnos –dignidad: concepto moderno-occidental— aún más. Claro está que para hacerse cargo de esas conquistas se tiene que estudiar en serio la historia no sólo occidental, sino mundial. Y se deben evitar afirmaciones falsas como esta: “de igual forma instituye la racionalidad/modernidad como única forma de conocimiento, al margen de la cual no se produce ni reconoce ningún saber”. La “racionalidad/modernidad” no es una forma de conocimiento; y tampoco esa racionalidad/modernidad impide producir o reconocer tipos de saber distintos… como ejemplifican, precisamente, los autores “de-colonizadores”.
Por último, ¿es recomendable, en caso de que eso fuera posible, “de-colonizar” todos los aspectos, procesos, componentes “colonializados”, es decir, afectados por la “colonialidad? Definitivamente, no lo creo posible, dado que prácticamente la colonialidad lo invade todo y, si el programa para combatirla quiere ser eficaz, debe erradicar todas sus influencias y expresiones. Algo así como lo que quiso hacer Mao Tse Tung –un líder moderno hasta los tuétanos— y su revolución cultural china, y que luego fue llevado hasta niveles demenciales por los Jémeres Rojos en Camboya. Nada positivo para avanzar hacia mayores niveles de dignidad humana saldría de un intento semejante. Las expresiones envolventes son tramposas. Y la palabra “colonialidad” es una de ellas. Invita a un combate ineficaz contra algo etéreo, que está en todas y en ninguna parte. El combate que libran los “de-colonizadores” es, después de todo, un combate imaginario. Por mi parte, encuentro en la “colonialidad” dimensiones que estoy dispuesto a defender de las arremetidas “de-colonizadoras”: la racionalidad científica y sus conquistas; la dignidad humana como fundamento de los derechos humanos, civiles y políticos; la herencia de los presocráticos y los cínicos; y la preciosa lengua española, con la que hablo y pienso todos los días y con la que forjo las ideas y palabras de mi escritura.
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