Luis Armando González
En estos días, viagra las agendas mediáticas han convertido en tema central de debate la propuesta de ley de la contribución especial para la seguridad ciudadana y la convivencia, purchase especialmente en lo que se refiere al impuesto de 10% en las facturas de lo usuarios de servicios de telecomunicaciones.
Han sido pocos los abordajes ponderados y razonables de un tema que, ciertamente, no puede ser tocado a la ligera. Como sociedad, tenemos un grave problema de seguridad y todos tenemos que aportar lo que nos corresponde para que el mismo sea tratado como es debido. Un Estado con debilidades financieras evidentes no podrá, por más buenos deseos que se tengan, asumir sus responsabilidades ante la sociedad en materia de seguridad pública y combate eficaz del crimen.
Se podrá estar de acuerdo o no con medidas particulares (como la propuesta de ley mencionada) que emanen de las autoridades, pero sin dejar de reconocer que la búsqueda de recursos es algo urgente en estos momentos y que nadie que pueda aportar debe ser eximido de ello.
Visto fríamente, quienes consumimos servicios de telefonía en el país perfectamente podemos contribuir con el 10% de lo que destinamos al consumo de esos servicios para la seguridad y la convivencia.
No hay argumentos de peso para oponerse a ello. Sí se puede argumentar que la propuesta de las autoridades puede ser más completa si grava impositivamente la rentabilidad de las empresas de telefonía; e incluso, siendo más ambiciosos, si de una buena vez se implementa un sistema fiscal progresivo que grave más a quienes concentran más riqueza.
Lamentablemente, en el debate mediático en torno al impuesto de 10% no han predominado los argumentos de peso. Incluso, no han faltado comentaristas (“analistas” o “panelistas”) a los que sólo les ha faltado llorar ante lo que consideran un golpe gubernamental a los sectores mayoritarios del país. En realidad, quienes –dada su condición de pobreza— consumen una pequeña fracción de sus recursos en servicios telefónicos pagarán poco en concepto de impuesto; para quienes consumen más, el equivalente al 10% será mayor.
Es claro que los sectores medios y altos –en los que se consumen no sólo más servicios telefónicos, sino de mayor calidad— son los que más cargarán con el impuesto. De nuevo, visto fríamente, para estos sectores ese impuesto –dado lo que gastan en consumo de servicios de telefonía— no los condenará a la pobreza, ni mucho menos. Y en todo caso, siempre tendrán la posibilidad de reducir esos servicios, para compensar el 10% del impuesto (si este fuera aprobado por la Asamblea Legislativa).
Desde otro punto de vista, la proliferación de teléfonos celulares (así como de otros aparatos tecnológicos) y el uso generalizado de Internet están llegando a excesos en este país, con un impacto todavía no estudiado en las relaciones sociales, la convivencia familiar, la concentración en el estudio, la capacidad de análisis y las actividades delictivas.
Si el malestar por el impuesto se tradujera en un uso más racional y prudente de esos aparatos y del Internet, la sociedad saldría ganando. Convertir las dinámicas consumistas de tecnología en una necesidad vital es descabellado e imprudente. La comunicación es vital; el uso obsesivo de celulares, computadoras, Tablet e Internet, no.
Pero bien. Quienes se rasgan las vestiduras por el impuesto del 10% no tienen problemas en obviar en sus “análisis” cargas económicas que la empresa privada suele poner a la gente sin previo aviso y sin dar nada a cambio. Tal es el caso del cobro de 50 centavos que algunos centros comerciales han impuesto a los usuarios de sus parqueos.
Podemos llamarlo “impuesto” empresarial. Se entrecomilla porque sólo el Estado puede imponer un cobro a los ciudadanos; sin embargo, los empresarios que regentan esos centros comerciales sí han impuesto un cobro a quienes acceden, en vehículo, a sus instalaciones. En su afán de sacar dinero de donde sea, hicieron cálculos de cuántos vehículos llegan a los centros comerciales mensualmente (antes de implementar la medida había personas contabilizando el acceso a los parqueos) e hicieron sus multiplicaciones.
Luego fueron poniendo en práctica la estrategia para quedarse con 50 centavos como mínimo por cada carro que se parquea en sus instalaciones. Ese pago, que se tiene que hacer en algunos lugares, entre los 16 minutos y las 3 horas de permanencia, es inevitable, independientemente de lo que la gente gaste en cualquiera de los locales. 50 centavos -–dirá cualquier persona que los paga— es poco; pero si se toma la molestia de multiplicarlos por 100 carros al día, luego lo hace por mes y luego por año, verá que no es poco dinero el que los empresarios de marras se llevan a su bolsillo, sin pedirle permiso a nadie y sin quitar los rótulos que dicen “La empresa no se hace responsable por daños o pérdidas en su vehículo”.
No cabe duda de que sería de mejor provecho para esa gente y para el país que esos 50 centavos se destinaran a la seguridad pública. Pero es probable que quienes ahora los entregan sin rechistar a la empresa privada (y a su maquina que recoge el dinero) pondrían el grito en el cielo si se tratara de pagar esa misma cantidad como impuesto.
Por otro lado, ¿dónde está la protesta por parte de los analistas y comentaristas que todo lo discuten? ¿Dónde está su indignación por ese abuso empresarial? Pareciera que, en este caso, les es del todo indiferente que la empresa privada “imponga” un pago sin ninguna justificación a los automovilistas que usan su parqueo. Es de suponer que creen que los empresarios pueden cobrar cuanto se les antoje a quienes, muchas veces por necesidad –ahí hay bancos, supermercados, farmacias y librerías— tienen que visitar los centros comerciales.