Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Nadie que se precie de tener un mínimo de humanidad y razón, shop puede sentirse satisfecho, feliz, por los jóvenes que mueren diariamente. No importa que estos sean los feroces victimarios, a quienes se les ha declarado la guerra abiertamente. No importa.
La verdad, la triste verdad, es que cada muerte de estos salvadoreños, así como cada muerte de las decenas y decenas de víctimas que constituyen la materia prima de noticiarios nacionales, no hacen más que enrostrarnos nuestro histórico fracaso social, desde que fundamos esta República, en el mar de las más intensas confrontaciones, injusticias y sanguinaria violencia. Pareciera que cargáramos con un antiguo y extraño dios que no satisface nunca su sed de sangre.
Como en la vieja historia de terror, nosotros creamos al monstruo. Cada palmo de su cuerpo y de su alma lo cincelamos lenta, pero apasionadamente, con la injusticia, la pobreza, la indiferencia y el abandono.
¿Qué madre buena, puede ser esta Patria que expulsa a sus propios hijos porque la vida en sus entrañas se torna imposible?
Ahora que el monstruo ha crecido y se ha desbordado, alimentado por el crimen organizado y por la corrupción que todo lo invade, entonces, se le señala como la causa de todos los males, y no hay más remedio que acabar con él ¿Pero, no son en el fondo, las legiones pandilleriles, únicamente la punta del iceberg del poderoso mal que se oculta bajo las aguas?
¡Qué nos quede claro! ¡Asesinándolos, nos asesinamos! Porque ¿qué futuro le espera a un pueblo que volvió criminales a sus jóvenes, como antes los volvió soldados de uno u otro signo en la cruenta guerra civil?
¿Cuál es el destino de estos hijos del fanatismo, convertidos en lobos rabiosos por unas letras y números que dividen territorios y vidas? Nada, solo la muerte de muy diversas procedencias.
En este repugnante teatro de la carnicería, ¿qué es de los martirizados?, ¿qué de los padres, madres e hijos sobrevivientes? La hora es crítica y demanda mucha inteligencia y reflexión de parte de las autoridades y de la ciudadanía, para que mecanismos como la investigación, la protección de las víctimas, la prevención, el imperio de la legítima justicia, prevalezca sobre las voces que aseguran –como en la pasada conflagración, y en la época de los militares- que todo se resuelve desatando los ríos interminables de sangre.
Por supuesto, que el sadismo de los grupos delincuenciales espanta, indigna y enciende –en algunos- el afán de venganza. Todos tenemos por desgracia, en nuestro haber, por experiencia propia o por ajena, casos espeluznantes que nos llenan de dolor, furia e impotencia.
Sin embargo, no podemos renunciar a la cordura. Una acción urgente es frenar el tráfico de armas, combatiendo las complejas redes, que proveen de estos insumos bélicos a los grupos criminales.
Esta prueba nacional, tendrá que pasar, como todo. Mientras tanto, cada uno debe contribuir a que la rosa de la serenidad, la esperanza y la paz, se imponga sobre el odio, la irracionalidad y la barbarie colectiva.
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