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Sobre “La soledad de los errantes”

Luis Armando González

Son muchas las familias que en El Salvador han tenido que dejar sus lugares de residencia –e incluso sus lugares de origen— amedrentados por grupos criminales cuyos integrantes siembran terror en cantones, caseríos, barrios y colonias. Otras muchas personas, mientras están en el dilema de si partir o no hacia otro sitio, viven aterradas y en zozobra permanente, pues sienten que ellas mismas y sus seres queridos están en riesgo de sufrir graves daños –incluida la muerte violenta—, si así lo deciden quienes, cual amos y señores del destino de los demás, imponen su ley en distintas zonas del país.  Las estadísticas -cuando existen- solo recogen los números de cuántos murieron o salieron huyendo de sus viviendas, o del volumen de las extorsiones, pero no pueden ni están hechas para captar y dar cuenta del drama, tejido de miedo e incertidumbre, de quienes tienen que vivir sintiendo, y no solo sabiendo que su vida depende de la voluntad de otros, y que la huida -dejando atrás lo poco que se tiene- es lo único que ofrece una oportunidad de ponerse a salvo.

Captar ese drama, a partir de los expresado y sentido por quienes lo viven, fue el propósito de un grupo de talentosos escritores que integran el colectivo “La Mosca Azul”. El resultado de su esfuerzo creativo es La soledad de los errantes (San Salvador, Educo-La Mosca Azul, 2019), libro de cuentos en el que sus autores –Derlin de León, Hugo G. Sánchez, Óscar González y Jeannette Cruz— reelaboran, a partir de ficciones narrativas trabajadas con maestría artesanal, las aflicciones, incertidumbres y temores de personas que se han visto forzadas a abandonar sus hogares. La dedicatoria apunta directamente al objetivo de esta obra colectiva: “A las víctimas del desplazamiento forzado, especialmente a quienes nos compartieron sus historias. Que sus voces taladren nuestras conciencias y rompan la indolencia de esta sociedad”.

He leído cada uno de los cuentos y he escuchado a sus autores leer, con pasión y voz firme, sus relatos. He escuchado comentarios sobre la obra, siendo el más conmovedor el de quien me dijo: “no puedo con tanto dolor”. Y es que, en efecto, hay mucho dolor en esas páginas; hay, también, mucha soledad. La inmensa soledad de quien no cuenta más que consigo mismo para elegir entre la muerte o la huida. La terrible soledad de quien soñó que no cabía en su ataúd, porque era muy estrecho y oscuro (“Lo que no puedo contar”), de quien no puede “pegar el ojo” en las noches (“Los miro siempre”) o quien ve a su tío que ha sacado sus pertenencias de su vivienda y cierra con dificultad su puerta (“Sin rumbo”). Soledad, incertidumbre, miedo, silencio… Son las vivencias de los errantes.

En verdad, cuesta hacerse cargo de tanto dolor, que es ajeno pero que podría ser el propio. Captar ese dolor, convertirlo en palabra literaria, es un mérito extraordinario de los jóvenes narradores que integran “La Mosca Azul”.

De lejos se nota no solo que se toman en serio el oficio de escribidores, sino que tienen un talante ético bien definido. Salidos de la cohorte generacional que comenzó su andadura en la década de los años ochenta, no están contaminados por los hábitos, valores y estilos de vida (e incluso literarios) de los autores que, para bien y para mal, impusieron su sello a la literatura nacional durante el siglo XX. Para bien de ellos no cargan con la herencia de –ni tienen que hacer valer su obra ante— la llamada “generación comprometida” y sus secuelas políticas estéticas. Los escritores jóvenes de los años ochenta, que se sintieron herederos de la generación comprometida, superan fácilmente los 50 años, y prácticamente no han influido en los autores de La soledad de los errantes.

Estos último no cargan, pues, ni con los conflictos, afanes, frustraciones y sueños de aquéllos. Y esa es una muy buena noticia para las letras salvadoreñas y centroamericanas, pues una nueva camada de escritores tiene la mirada puesta más en el futuro por construir, a partir de un presente que hiere su sensibilidad y desafía su creatividad, que en el pasado y sus glorias celebradas en demasía.

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