Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
En medio de la vorágine contemporánea, tan singularmente tumultuosa para el caso del país, celebraciones tradicionales como el día del padre y el día del maestro, no debieran extraviarse en los discursos del comercio y de los actos, en ocasiones, superficiales.
Alguno de nuestros clásicos escritores, nos ha recordado, recientemente, en otro rotativo, la trascendencia y medular importancia del padre y del maestro, como auténticos educadores del espíritu.
Porque – al fin y al cabo- padres y maestros, son forjadores del carácter, de la personalidad, de un conjunto apreciable de útiles valores. Los datos de las ciencias y de las artes, vienen después; y nunca son lo estrictamente definitivo, en una vida plena; antes son, la calidad moral de la persona, su humanidad, su sensibilidad que luego –seguramente- despertará otras agudezas bienhechoras para la colectividad.
En nuestra realidad, el día del padre, debe ser ocasión propicia para reflexionar en la honda responsabilidad que conllevan todos aquellos que depositan la simiente de un nuevo ser. Responsabilidad cuyo rostro, quizás – más fácil- es solventar las necesidades materiales; pero que, cuya misión más alta, se dirige hacia el acompañamiento y formación de esa criatura, demandante de tanta atención. Paternidad basada en el amor, adversa al funesto machismo, es la que nos urge.
Y respecto al maestro, ¿qué decir?, si ya don Alberto Masferrer, parece haberlo dicho todo. Veamos un fragmento de su editorial titulado “El día del Maestro”, tomado del periódico Patria (junio 22 de 1928): “Pero, ´nadie da si no lo que tiene´. Esta ley universal, sin excepción ni atenuación posible, traza a los maestros, en estricto resumen, lo que han de ser ellos para que preparen el advenimiento del día del maestro. No se da sino lo que se tiene, y si es ignorante, aturdido, gruñón, interesado, perezoso, vicioso, no sabrá nadie, ciertamente, extraer de sí mismo e infundirlo en el niño, en el adolescente y en el joven, sino pereza, ignorancia, mal humor, egoísmo, aturdimiento y perversión. El maestro, el hombre que ha de traernos el nuevo día, que bordará con sus resplandores las brumas asfixiantes del día del dólar, no puede ser si no uno que se da. Y para darse, antes hay que ser”.
Desde luego ambas vocaciones, la del padre y la del maestro, son en efecto, eso: vocaciones. No todos están llamados a ellas. Desgraciadamente, muchas veces, se es padre mecánicamente, por insensatez, por accidente. Y se es Maestro, porque no hubo otra mejor cosa a la que dedicarse, por azares de la vida, por un sueldo (que francamente nunca ha sido mínimamente justo).
Sin embargo, cada 17 y 22 de junio, cuando recordamos la dicha de tener o haber tenido un buen padre y buenos maestros, es decir no “fríos pozos de ciencia”, sino ciudadanos virtuosos, que nos acercaron a la luz, nos estimularon sueños, nos comprendieron con afecto, ¡qué hermoso es traer a cuenta esos nombres! ¡Y qué dicha inmensa aspirar –humildemente- replicarlos! ¡Felicidades a todos aquellos, padres y maestros, que son vivo testimonio de una gran misión!