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Sobre “Tiempos recios” de Mario Vargas Llosa

SOBRE «TIEMPOS RECIOS» DE MARIO VARGAS LLOSA

Por Ario E. Salazar

 

                                                                       Nadie sabe qué cosa es el comunismo.”

Silvio Rodríguez.

“…reordenar y reclasificar la existencia de acuerdo a delirantes nomenclaturas.”

M. Vargas Llosa.

 

En la década de los noventa su sacrosanto nombre se susurraba con respeto en los pasillos de la Universidad de San Carlos de Guatemala, en los portales del centro, y entre el gremio de poetas y de artistas cada cuando arrancaba el calendario cultural de la Ciudad de Guatemala, en octubre de cada año. Aún había temor de invocarlo irresponsablemente, pues la represión y la mordaza podían tocarse en el aire de aquellos años. Pese a ello, y desde lejos, las nuevas generaciones lo honraban: “El Soldado del Pueblo,” le decían, “El Soldado de la Revolución,” fue otro de sus apelativos más emblemáticos sacado de su efervescente campaña presidencial al interior de toda Guatemala, después de haber fungido como Ministro de la Defensa Nacional, entre 1944 y 1951, y nada menos que en el gabinete del primer gobierno democráticamente electo en Guatemala y audazmente dirigido por el Doctor Juan José Arévalo, candidato electo después de la aparatosa caída de Ubico.

Juan Jacobo Árbenz (Quetzaltenango, 1913 – Ciudad de México, 1971) es sin duda una figura histórica, cultural y política de grandes dimensiones en la vida de Guatemala y Centro América por la vigencia de sus lecciones históricas. Dichas lecciones históricas rotan -y continúan rotando- en relación a los estragos que causan la aguda e indiscutible desigualdad de poder (circunstancias materiales y militares) existentes a la hora de resolver tensiones y desaguisados entre nuestros países y el impredecible Gigante del Norte, los EEUU. La tragedia del sueño utópico de Árbenz es no haber entendido a tiempo que en política exterior, al menos en los Estados Unidos de aquella época, no había interés en permitir que hubiera una “Baby-democracia” inspirada en el modelo “de la mayor” en ninguna provincia del hemisferio que se habían propuesto “defender” y dominar. Ese fue el pecado y el problema de Árbenz: el proyecto de nación que su gobierno impulsaba era todo un programa político de reformas económicas y sociales que buscaba sumar esfuerzos para dignificar al campesino indígena guatemalteco, agilizar y diversificar la economía del país, al mismo tiempo que buscaba modernizar el pensamiento de la élite que no se aberraba ante la miseria en la que vivía al interior del país más de dos terceras partes de los tres millones de guatemaltecos de aquella época. Los presagios hechos por él mismo en su discurso de renuncia al poder -poder conferido a él por el pueblo a través de elecciones libres- le darían la razón al cabo de los años y las décadas, cuando otras generaciones -y los mismos Estados Unidos- confirmarían la sordidez del poder intervencionista desatado (sin fundamento) por sectores reaccionarios dentro y fuera del país. Un documento desclasificado de la CIA fechado el 12 de mayo de 1975 confirma y detalla el rol de la abismática agencia de inteligencia norteamericana en el golpe de estado perpetrado contra el Presidente Árbenz a través de su infame “Proyecto PBSuccess,” operación lanzada en enero de 1954 y consumada, con la salida del Presidente electo, después de seis meses de terror punitivo, violencia generalizada, amenazas de invasión y bravuconería económica y diplomática a través de la embajada estadounidense. La invasión de Castillo Armas y sus “pulguientos,” (un paupérrimo ejército de mercenarios y bandoleros: 365 hombres, más o menos) mal dirigidos desde Honduras, no fue capaz de acobardar al Presidente. Lo hizo, sí, la división y el abandono del ejército, dados el oportunismo y los temores reales ante la posibilidad de una invasión. Castillo Armas, un hábil conspirador y subordinado excompañero de la Escuela Militar de Árbenz, entró a la Ciudad de Guatemala entre vítores y tambores de algarabía en julio de 1954, después de haberse agenciado de un préstamo y un trasiego de armas del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Castillo Armas tuvo además la venia de Somoza para entrenar mercenarios en Nicaragua, y los recursos materiales y técnicos de un grupo de asesores de la CIA. Su eventual usurpación del poder desató una cacería a mansalva de todos sus enemigos imaginarios y reales e interrumpió y destruyó las reformas emprendidas por Arévalo y la Revolución de Octubre del 44, sentando así el peor de los precedentes para las subsiguientes etapas de la historia de América Central y de la América Latina, en general.

Tal es, a muy gruesos brochazos, el tema real y político del que trata la nueva novela histórica, Tiempos recios de Mario Vargas Llosa (Alfaguara, octubre de 2019). En mis manos tengo la primera edición donde el autor teje su estilización o ficcionalización de este tramo de la historia de Guatemala en tres historias que se entrecruzan en 351 páginas de limpia y apretada prosa, exceptuando el caso del macarrónico capítulo VII de la novela. Treintaidós capítulos, y un epílogo -de especial interés en la novela- conforman esta galería de personajes, algunos olvidados, como la famosa Miss Guatemala, concubina oficial del coronel Carlos Castillo Armas que, según fuentes guatemaltecas, fue real. La historia no arranca con ella, sino con un vuelo de pájaro sobre dos personajes estadounidenses que no pasan de la antesala hacia la selva tupida del relato que sí incluye la historia de Miss Guatemala, las peripecias de los hechores materiales del magnicidio del coronel Carlos Castillo Armas, y los intrincados hilos de la madeja conspirativa que tejen alrededor de Árbenz John Peurifoy, el maquiavélico embajador de los Estados Unidos, y Castillo Armas. Como se podrá apreciar a través de la somerísima nota histórica con la que establecemos contexto para este artículo, la telaraña de intrigas, conspiraciones, amoríos, intereses y relaciones sinódicas y desencontradas que conforman los hechos reales y documentados del caso, ha dado para mares y mares de tinta vaciados sobre galimatías y gruesos ladrillos o mamotretos todos en pro, o en contra, de la figura mítica de Árbenz o de su obra política. Muy pocos libros abordan el sujeto humano, y biografías serias solo hay una, que yo conozca: “Árbenz: una biografía,” escrita por el Doctor Carlos Sabino, leída y elogiada por Vargas Llosa, aunque muy desaprovechada para la elaboración de Tiempos recios. Esa es la primera liebre que se le escapa a este avezado Nobel y maestro de la prosa. Aquí Vargas Llosa no humaniza ni a Árbenz ni al pueblo indígena con quien se identificó, ni ilustra con anécdotas u otros recursos documentados cuáles eran las razones humanistas y políticas de Árbenz con las que buscaba resarcir siglos de explotación en el campo a través de la Reforma Agraria que Castillo Armas truncó. No se ilustran, por ejemplo, la red de privilegios con los que, como mínimo, diez millones de racimos de bananos eran cosechados al año en aquella época por la United Fruit Company, cada uno pesando de 100 libras para arriba, creando para sus dueños unas ganancias exorbitantes a costa de la explotación y salarios de hambre en las bananeras. Los finqueros y las clases pudientes eran cómplices de ese saqueo, porque despreciaban al indígena, ya que no valía nada -más allá de sus brazos- antes de la llegada de Arévalo al poder.

“El extraordinario adelanto de las comunicaciones ha volatilizado las barreras entre las naciones y hecho a todos los pueblos copartícipes inmediatos de la actualidad,” ha dicho Vargas Llosa en Sables y Utopías. Lo mismo podemos decir sobre la cantidad de información disponible en nuestros días para hacer un análisis a fondo del pasado reciente de América Latina. Con los recursos históricos, y con las inmensas posibilidades de presentar una visión Shakesperiana, si se quiere, de la laberíntica red de sucesos que se dieron durante el golpe de estado contra Árbenz -con la eventual muerte de su beneficiario, el coronel Castillo Armas- es menester decir que Tiempos recios no da la nota, o más bien dicho no alcanza las notas de lo recibido en la Fiesta del Chivo, por citar un notable ejemplo del mismo autor. Ya lo decía Borges: “corregir una página es tarea fácil. Redactarla es lo difícil.” Estoy consciente del díctum, no obstante, vale decir que en novela histórica, precisamente porque todo es posible, su imperfecta ejecución es más probable. Si no se eligen y acondicionan cuidadosamente los recursos disponibles, y si la orientación de la obra pasa lejos de sus objetivos, su filigrana, su embeleco o su montaje no pasa el filtro de un lector informado. A pesar de ello, en su tentativa, podemos decir que la novela tiene dos grandes virtudes: una es que para el gran público que no sabe mucho, o sabe algo “de pasadas nomás” sobre estos hombres centroamericanos, y para quien sepa muchísimo menos sobre las personas en sus entornos y sus variadas peripecias, Tiempos recios hace mucho por rescatar del olvido, al menos en nombre, a cada uno de los integrantes de esa riquísima y densa trama. Es más, la novela pone a Árbenz y a Castillo Armas en su puntual contexto de antagonista y protagonista, como lo fueron en la realidad. La otra virtud de esta obra es que sostiene y reivindica la figura de Árbenz como un burgués humanista, demócrata, y no como un convencido militante comunista, a pesar de que se haya dejado infiltrar e influenciar por declarados y famosos comunistas de su época, aunado todo ello a las ideas de vanguardia y de justicia social recibidas de María Cristina Vilanova, “Maruca,” su hermosa y adinerada esposa salvadoreña. Ese gran capital histórico que refrenda la novela es importante, más cuando sale de la pluma y del pensamiento de una de las personas más anacrónicamente conservadoras en el escenario intelectual de nuestros días. El ciudadano Vargas Llosa es así, humano, igual que nosotros, lleno de aciertos y desaciertos, y de grandes y desgarradoras contradicciones. Cuando se da lo de Árbenz Vargas Llosa habrá tenido apenas unos dieciocho años, y ya había pasado por la escuela militar Leoncio Prado (a los catorce años), y había publicado a los dieciséis La huida del Inca, una obra teatral en tres actos. La prensa internacional de aquellos años fue implacable para con Árbenz y Guatemala, ya que el país y su conato revolucionario quedaron colgados en el patíbulo de la diplomacia norteamericana como ejemplo grotesco para futuros pueblos rebeldes. Suramérica y el Caribe estaban atentos a los hechos.

En ritmo y técnica la obra no devela nada nuevo sobre su autor. Vargas Llosa ya tiene su estilo bien definido, inconfundible, de prestidigitador de rompecabezas; por lo tanto, imprime su rúbrica a cada página, pero de vez en cuando encontramos ecos, quizá ya de un hombre avanzado en años que asume su posición de ser el único que puede hablar en primera persona de las impresiones que le causaron los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX, como García Márquez, Borges, y Cortázar, por mencionar a los que más salen a relucir a través de las páginas de esta novela. También hallamos ecos de Faulkner aquí. Maneja con destreza y astucia la fragmentación del relato en el tiempo y en el espacio, y amarra bien los aspectos fundamentales de la trama que ha decidido urdir y sus ficciones. Decimos esto porque la novela gravita sobre la hipótesis de que a Castillo Armas lo eliminó Trujillo, una de las cuatro que hasta hoy día se manejan. Está escrita la obra en un castellano más que nada formal, neutro, a veces acartonado, eso sí, y cuando arriesga a entrarle al diálogo con registro o con vernáculo propio entre caribeños y centroamericanos, a veces desvaría, como cuando pone a Abbes García a decir: “Lo que va a pasar es esto. Te voy a romper el culo y te voy a hacer chillar como una verraca, Miss Guatemala.” La definición de ese registro (verraca) como “persona tonta, que puede ser engañada con facilidad” no es dominicana, sino más bien cubana, por citar un ejemplo.

Como hemos mencionado, el capítulo VII es problemático, porque intenta un juego literario que a mi parecer no funciona, una mezcla del diálogo interior faulkneriano y lo hallado en aquel famoso capítulo 34 de Rayuela, donde Cortázar crea uno de los más originales juegos literarios (¡tiene tantos esa novela!) al criticarle Oliveira a la Maga el tipo de novelitas mal escritas que lee, y así, entreverando verbatim las líneas de la novela defenestrada con la crítica hecha, logra un efecto lúdico espectacular, propio de Rayuela. El tono y el ritmo de la novela de Vargas Llosa no tiene nada lúdico, es más bien policial, dramático, machista, violento, solemne. Ese capítulo VII no pertenece. Es como un pingüino buscando su entorno entre las selvas del Petén. Al no encajar bien ese juego en donde intenta Vargas Llosa mostrarnos la conversación más importante entre Trujillo y Johnny Abbes García, su matarife, su hombre fuerte de confianza, le perdemos el hilo, el ritmo, el punto al relato. Y eso es así porque sin previo aviso ¡por ocho veces! abusa el autor del recurso de la analepsis desorganizada a través de la cual el lector debe establecer las razones subjetivas, interiores, del por qué de la megalomanía desenfrenada de Trujillo para con el coronel Carlos Castillo Armas, y las fatales consecuencias de dicha megalomanía en el plano de la novela. Peor aún, hubiera funcionado más el juego si no se hubiera fisionado tanto el capítulo (estructurado de manera insólita), y si en vez de centrar el supuesto agravio sobre la prometida y después denegada Orden del Quetzal se hubiera resaltado más la envidia real de Trujillo al saber que Nixon había visitado exclusivamente a Guatemala, en 1955 y como Vicepresidente, para felicitar a Castillo Armas en persona y en nombre de los Estados Unidos por ser el héroe anticomunista indiscutible, número uno, en toda América Latina, lo cual sí le ardió en el amor propio a Trujillo. A parte de eso, Castillo Armas no le pagó de ningún modo el préstamo otorgado para que Castillo Armas emprendiera su expedición “liberacionista.”

Es curioso también notar que para ejemplificar las repercusiones del derrocamiento de Árbenz entre jóvenes cadetes de la escuela militar, Vargas Llosa eche mano de un personaje ficticio, casi de utilería podríamos decir, como Crispín Carrasquilla, en el capítulo XXXI de la novela. Aquí sucede una transfiguración, una transformación parecida a la que él mismo dice que sucedió a Julio Cortázar cuando éste se pasó a las filas de la izquierda a los cincuenta y cuatro años de edad en aquel mayo francés del 68. Lógicamente el personaje termina muerto como resultado del repente experimentado en su bautizo de fuego que lo lleva al centro del patriotismo embromado y su enturbiada política. Es casi como un relleno que cumple con diferentes propósitos en la estructura de la novela, pero nos deja con la amarga sensación de que un personaje lamentablemente desaprovechado es el del supuesto asesino de Castillo Armas, el soldado Romeo Vásquez Sánchez, quien no dejó una carta o una nota de suicidio, como nos lo hace ver Vargas Llosa en la novela, y lo cual es un hecho histórico verificable. El cuestionable asesino supuestamente dejó todo un diario ficticio, y se alega que ahí había consignado sus intenciones, ideas e idearios comunistas mezclados con cuestiones místicas, espiritistas, y un profundo romanticismo hacia una novia imaginada a la que sólo había visto una vez por las calles de su pueblo. Este personaje de la vida real es verdaderamente complejo, enigmático y misterioso, perfecto para la atmósfera de la novela, y se prestaba para mucho más que un plumazo. En las investigaciones del caso, hechas por los peritos guatemaltecos de la época, siempre quedó la espinita de que no había sido él quien asesinó a Castillo Armas, y que quienes conspiraron contra el coronel se sirvieron de él únicamente, creando la ilusión de que Vásquez Sánchez se suicidó, con su propio fusil, después de consumado el magnicidio. En los archivos oficiales del ejército, se ve en las fotos del cadáver un corte de cuchillo en el cuello, y las medidas del fusil no suman con las de las extremidades de este supuesto hechor, concluyéndose que no pudo haberse matado a sí mismo. En la novela Vargas Llosa hace que -en el capítulo XII- Enrique Trinidad y Oliva lo despache de la trama con un balazo de pistola (calibre no identificado) y con la eficiencia de un silenciador. Los documentos forenses hablan de un fusil alemán, de alto calibre, que le partió en dos el cráneo, no de un balazo de bajo calibre, de pistola.  Soluciones de novelista, aceptamos, para atornillar la marcha y seguir en la ruta del fatal desenlace de la novela donde al menos uno de los malos recibe su merecido: Johnny Abbes García.

Quizá lo más inaudito de la novela es la deplorable decisión que toma Vargas Llosa de recordarnos lo que menos nos importa de él: sus opiniones políticas y su fantasiosa versión de los destinos frustrados de América Latina. La visión con la que remata la novela Vargas Llosa es la de un mundo paralelo en el que sin la intervención del “pulpo” (la United Fruit Company) y “la madrastra” (la CIA) Guatemala hubiera florecido imperturbablemente en sus sueños de reformar su sociedad a través de las libertades democráticas, la justicia social, y la prosperidad extendida a todos los guatemaltecos sin discriminación. En el epílogo, que es y no es ficción, el autor deja entrever que sin el desacierto de esas fatídicas eminencias grises, el progreso económico y la historia democrática de Centro América y América Latina, por consecuencia, se hubiera consumado con décadas de adelanto, sin miles y miles de muertos y resentidos sociales; sin la radicalización socialista y dictatorial de Cuba, o sea, sin fidelismos ni sandinismos en el continente. Quizá Somoza y todos los dictadores de la región, inclusive Trujillo, se hubieran ablandado de corazón e inspirado en la noble y humanista gesta de Árbenz. Ese Árbenz de Vargas Llosa se parece mucho al Hayek que él mismo nos muestra en su más reciente libro de ensayos: La llamada de la tribu. Ahí el autor de Tiempos recios nos endilga lo siguiente:

“Repartir la pobreza no trae riqueza a nadie y sólo contribuye a universalizar la pobreza. La libertad, nos dice Hayek, es inseparable de una cierta desigualdad. Lo que cabe precisar es que, para ser éticamente aceptable, esa desigualdad sólo debería reflejar aquellas diferencias de talento y esfuerzo… y no resultar en caso alguno del privilegio ni de cierta forma de discriminación o injusticia.”

 Parece ser que la política, en cualquier tiempo, también puede sufrir de sofismas y literatura. El lamentable epílogo de Tiempos recios así nos lo insinúa.

Ver también

Ilustración de Iván Alvarenga. Sin título. Portada Suplemento Cultural Tres Mil, sábado 14 diciembre 2024