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Sociología de los rumores (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Para los estudiosos de las ciencias sociales, la Edad Media es la etapa histórica de la oscurana, de lo nebuloso, de lo bestial, de la inquisición como respuesta y argumento, de lo inicuo y decadente en lo social y lo científico. Como metáfora, digamos que la Edad Media (en su mejor y más densa fase de oscuridad) fue algo así como la sífilis de la cultura occidental, algo así como mil años de eternidad casi baldía entre la destrucción del indestructible Imperio Romano de Occidente (en el año 476, en que su último emperador, Rómulo Augústulo, es depuesto por los hérulos del rey Odoacro en la ciudad de Roma) y la caída del inamovible Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino (en 1453, con la Caída de Constantinopla, que es conquistada por el Imperio Otomano). Es decir, ambos imperios caen a manos de los que la historia llamó “los bárbaros”, unos bárbaros que hicieron un trabajo de progresistas.

Si bien el calificativo “oscurantismo” es válido, como promedio histórico, es preciso no olvidar que fue un período muy largo y, como cualquier período histórico, tuvo sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus yerros, sus andanzas y malandanzas, pero fue mucho más hacendoso de lo que la creencia popular de los historiadores supone, porque la luz y la oscuridad, en materia sociológica, son una construcción sociocultural que tiene como base un paradigma a defender. Hay que resaltar que en la Edad Media –tratando de salir de la oscuridad como quien busca salir de un largo túnel- se llevaron a cabo múltiples aportes e inventos y, por los deseos de fuga siempre presentes al interior de la opresión, se trazaron mil rutas comerciales y religiosas que ampliaron el contacto directo entre civilizaciones distantes, y eso hizo que la cultura se fuese haciendo más compleja, integral y fascinante. Mucho de lo que se hizo en esa época fueron proyecciones de luz para sentar las bases del ulterior desarrollo de la expansión europea y del nacimiento de las grandes urbes que amamantaron a la burguesía, quien, con la plusvalía como cemento y hierro, edificaría la sociedad capitalista: la sociedad de las luces. Me viene al recuerdo con la última reflexión un fragmento de un poema de Ugo Foscolo: “En tiempo de las bárbaras naciones, colgaban de una cruz a los ladrones; mas hoy, en pleno siglo de las luces, del pecho del ladrón cuelgan las cruces”.

Ahora bien, el que desde nuestra cotidianidad signada con formas muy sutiles de oscurantismo y de opresión (muy sutiles, pero no menos bestiales), creamos que esa época fue lo peor de la humanidad, no deja de ser injusto, pues al compararla con la sociedad feudal nos damos cuenta de que es un progreso, aunque se vea pequeño desde 2018, en el sinuoso e inacabado -y a veces parece ser que inacabable- trajinar del ser humano hacia la utopía de una sociedad mucho más avanzada y democrática. En ese sentido tienen coherencia las imágenes crudas y fantasmales de las sanciones basadas en la fe cristiana; las batallas campales con mucha más sangre que pactos sociales y con más agua bendita que fuego; las mil herejías que se fueron sucediendo; las cruzadas con más víctimas que héroes; las galopantes persecuciones de brujas y demonios. Es más, se considera que fue en esa época oscura que se realizaron –como lo más nefasto del comportamiento colectivo desbordado, del que habló Durkheim- los primeros pogromos, es decir, el linchamiento público, espontáneo o premeditado, de un grupo particular -étnico, religioso o ideológico- acompañado de la destrucción o la expropiación de sus bienes (casas, negocios, centros religiosos, libros, etc.).

La estrategia usada para justificar los ataques era siempre la misma, no importa que se estuviera en momentos de hambruna feroz, de pestes negras, o de cualquier otra calamidad pública: un grupo social –pongamos por caso los judíos- se convertía en el chivo expiatorio de los furiosos atacantes. Alguien inventaba un rumor a cerca del envenenamiento o contaminación del agua por los judíos o que –como se dijo después de los comunistas- cocinaban niños en asquerosa expresión de canibalismo moderno o que secuestraban mujeres para la trata de blancas. Los prejuicios culturales abonados durante siglos de difícil convivencia creaban, por sí mismos, el caldo de cultivo perfecto para la violencia desbordada. El virus letal del rumor era lanzado al aire para infectarlos a todos, y el comportamiento distinto o peculiar del grupo acusado hacía el resto. No obstante, los pogromos no fueron patentados en la Edad Media ni desaparecieron con ella, lamentablemente.

Es más, en la segunda mitad del siglo XX, ya pasado el horror del holocausto de la Segunda Guerra Mundial (holocausto que junto a las cruentas dictaduras militares en América Latina pueden considerarse, sin exagerar, como la Edad Media de ese siglo) ocurrieron hechos terribles y oscuros que se originaron con rumores o con la proliferación simple del odio: a) la masacre de París, el 17 de noviembre de 1961, liderada por Maurice Papon, quien, como jefe de la Policía, dirigió la represión de manifestantes argelinos, dejando como saldo unas 3,000 muertes. Muchos cuerpos, como quien se deshace de los desechos de un pecado, se tiraron al Sena y aparecieron, varias semanas después, en otros pueblos; y b) la denominada como “Masacre en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco”, en México, 1968, con la que se disolvió violentamente la protesta de los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Esos son algunos ejemplos de cómo un rumor o el odio puede activar una conducta violenta contra un grupo social específico, y cómo un Estado moderno puede acallar la publicidad de un hecho para que no sea visibilizado.

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