René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Yendo de lo tangible a lo simbólico de las relaciones sociales en las que la piel es elemental, podemos afirmar que el tacto es un brujo infalible que nos transporta a través del tiempo que hemos sentido en poros propios. El roce de una piel tersa e inédita me empuja a la primera novia y a mis juegos de pelota en el atrio de la iglesia abandona de Ciudad Delgado. Otras sensaciones que se combinan en la dura cotidianidad, o en la levedad de la nostalgia, convierten al corazón en un potro desbocado cuyo galope tiene de sufrimiento y tiene de alegría. La piel es un demonio desterrado que se venga del cuerpo y, al mismo tiempo, es un demonio bueno que invoca a la memoria para que la conciencia social surja y triunfe sobre la inconciencia.
Ciertamente, para unos, para quienes no podemos olvidar, la piel evoca recuerdos que desplazan a los olvidos debido a que las presencias ganan la partida. Como ser social, recordamos a partir de la necia sucesión de rozamientos que nos ponen en contacto con los otros y con la realidad: la extraña textura y temperatura de cuando perdimos la inocencia en una calle sin testigos, ni nombres propios, ni penicilina; los colmillos del torturador en la cárcel clandestina; el calor de los brazos de la familia orando por los frijolitos a tiempo; el frío del confesionario del domingo que olía a incienso de pecado carnal. Esos eran tocamientos santos y olorosos que nos invitaban a ser mejores seres humanos. Y es que, literalmente, nuestra piel es capaz de sentir el aroma de las noches de los días festivos que forjan nuestra conciencia social, caricia a golpe, porque ésta entra por los poros y hace tangible, como si fuera propio, el dolor de quienes viven en la miseria más inhumana e hiriente. Y entonces comprendemos que la conciencia sólo es posible en las relaciones sociales piel a piel, ya que las presencias son las que le dan razón de ser a nuestra esencia.
La casa, la calle, la iglesia, la escuela y la universidad son los lugares de encuentro de los cuerpo-sentimientos, y son, además, los territorios privilegiados para sembrar y cosechar recuerdos dérmicos que permanecen a flor de piel en el imaginario hasta el día que morimos. Todos recordamos, como algo cercano y real: la textura indecible de las manos milagrosas de la abuela curándonos la calentura; la firmeza del lápiz con el que dibujamos nuestra primera gatita; la densidad tibia de la sangre del compañero que fue masacrado en la calle a plena luz del día de la nocturnal dictadura militar, sangre que se convirtió en parte orgánica de nuestra conciencia utopista; la viscosidad fría del engrudo blanco con el que, a solas y en silencio, pegamos nuestros recuerdos, negramente cívicos, en la boca de una urna mentirosa colocada, adrede, bajo el inclemente sol de una calle desolada; el cosquilleo de las gotas de sudor que, una a una, bajan por el cuerpo después de jugar al futbol por las tardes o trabajar, sin descanso, en la fábrica sin horas extras. Seguramente, todas las casas y escuelas y calles y universidades tienen la misma textura inconfesa en el imaginario de la piel y en la piel del imaginario, pues ésta es una forma de memoria pactada con la conciencia a partir del ser social y, por eso, perduran más allá de sí mismas para que nosotros no seamos los mismos… ni lo mismo.
Lo elemental de lo anterior (en torno a la afirmación de que la conciencia se toca por ser producto exclusivo de la presencia) es que la piel es una de las fronteras (la más grande) entre los hechos y la memoria, y entre la agonía ajena y la conciencia social, y la única visa que necesitan las dos para traspasar esa frontera es la de tramitar el roce de los cuerpos y autenticar la constancia de los sentimientos mutuos a través de la socialización. El dolor físico y el orgasmo dérmico -que no son más que una escandalosa protesta o un grito de júbilo del sentido del tacto al saber que hemos sido invadidos por otro -o por lo otro, que es la realidad- son condiciones de la conciencia social simbólicamente recíprocas o enfrentadas. Las buenas experiencias en la piel corresponden: a las caricias carnales, fraternales o medicinales que recibimos en el tú a tú de las relaciones sociales; a los roces inéditos con las personas cotidianas, incluso las que no conocemos; y al choque áspero en el transporte público con los otros que se levantaron temprano. Incluso el dolor que, diariamente, nos hace sentir el salario mínimo que derrotamos en el mercado se siente bien porque evoca un buen recuerdo: el recuerdo de la intimidad y de saber que no estamos solos… situaciones con las que aprendimos a ser ciudadanos. Entonces, los significados de las sensaciones en la piel son una construcción social con la que construimos la conciencia.
El dolor, el placer y el recuerdo de ambos -decodificados como significado cultural que es tangible e intangible- están mutua e íntimamente determinados, y se ocultan en el fondo de nuestro almario todo el día, todos los días, debido a que la conciencia que mana del tocar es el faro de nuestro comportamiento individual y colectivo, de modo que nuestra presencia en las calles, las casas, las universidades, las escuelas, etc. es elemental para que seamos personas con conciencia social y con noción del bien social y de lo social, pues en eso consiste básicamente la socialización… y la educación no puede ser tal sin ella por una razón imbatible: también se aprende con la piel.
Afirmar que la conciencia se toca -y que somos tocados por ella- es otra forma de decir que, sin las relaciones sociales, piel a piel; sin la cotidianidad signada por las presencias de las que habla la sociología, estamos condenados a perder nuestra esencia humana y seremos un apéndice de la tecnología.