René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Usando como entrada las palabras que deberían ser la salida, diré que lo que une a la sociología con la democracia real es la lucha cotidiana, y ésta no sólo se refiere a la acción de calle, sino también a la acción de libro, o sea la acción de decodificar lo que sucede en el país, hoy que en el país sucede algo relevante. Luchar -ese estado de efervescencia de los cuerpos-sentimientos que se rebelan o que revelan- desde la denuncia sin renuncia, tenía que ver con repudiar el robo cotidiano de los centavos que, petulantes, son el patrimonio infinito de los pobres; tenía que ver con denunciar el desempleo que, como basura, fue metido bajo la alfombra de las ventas callejeras que nos expropiaron el patrimonio cultural y las aceras y por ello fueron una mala adaptación cultural. Entonces, estoy hablando de que debemos luchar contra todo lo perverso o que pervierte, porque todo eso está en contra de nosotros. Las coyunturas de lucha de calle y de libro (en tanto expresión de la cotidianidad) son las voces de alerta de la sociología, pues le indican qué es lo que hay que decodificar -o codificar- para apropiarse científicamente de lo social desde lo social del saber, lo que implica asumir el compromiso que a éstas les fue encomendado en sus inicios.
La posmodernidad, con toda la neocolonización del intelecto que conlleva, obliga a la sociología a armar el rompecabezas de la verdad -cuya primera pieza es la mentira- y a resolver el dilema político-moral de escribir lo que se piensa sin usar el parapeto cobarde del nombre falso en las redes sociales. En cuanto a la mentira como mecanismo de control social usado por los partidos que piensan en los cargos públicos, y no en el público, y en tanto estrategia de retorno social para recobrar los privilegios perdidos, hay que reconocer que la sociología no ha sabido estudiarla como uno de los principales obstáculos de la democracia, y eso le ha impedido comprender que la mentira ya no tan solo lo que entretiene a la cotidianidad haciéndole fraude al comportamiento y la conciencia, sino que es el recurso usado para garantizar que el pasado no pase.
Por ello, la mentira social no debe ser vista como una secuencia de ecos sin sonido (cuya propiedad intelectual ha sido reclamada por la oposición que se opone a todo) sino como un mecanismo político de manipulación ideológica que depreda a la democracia y a la cultura política. En esa línea, para que la mentira que somete pueblos actúe sin ser descubierta, y sin ser ubicada como mercancía política, se auxilia de los insultos más feroces en medio de las denuncias aparentemente democráticas y, así, dejan de ser percibidos por la gente como lo que son: una cadencia de ecos burdos y juicios hepáticos que descalifican al razonamiento democrático en el debate de los problemas sociales que son la herencia de la falta de democracia en los años anteriores.
Al analizar los años del bipartidismo, y sus renglones torcidos, es inevitable afirmar que: la firma de los acuerdos de paz lejos de acercarnos a la democracia nos alejaron de ella, pues se evidenció que fueron el inicio de una revolución social sin cambios revolucionarios que, con el discurso de la democracia y la justicia social como frases vacías, se dio a la tarea de desnacionalizar la vida, privatizar el futuro y socializar la muerte.
Esa situación de revolución sin cambios revolucionarios y de teoría crítica sin autocrítica se convirtió en la herencia de la sociedad, la cual se mantuvo con los dos gendarmes de la gobernabilidad: la corrupción y la impunidad, situación que fue justificada con el silencio de la sociología como institución social (la crítica y la denuncia de lo que sucedía sólo fue ejercida por individuos particulares) al no preocuparse y ocuparse de la decodificación de la mentira estructural que utilizaba un discurso popular para mantener intacta la gran mentira escatológica de las estructuras de poder.
En ese sentido, si hemos de hablar de la relación actual y contractual entre la sociología y la democracia real, hay que hacerlo a partir de enunciar la misión epistemológica de la sociología en la coyuntura de transformación social que vivimos (monitorear, decodificar y codificar el proceso político-social que va de los cambios a las transformaciones), pues a partir de ella podemos contribuir en la construcción de la democracia al restablecer el punto de unión entre la cotidianidad y la política, el cual nos enseña que la utopía social no está hecha de palabras, sino de acciones en beneficio del pueblo; y entre aquellas y las políticas públicas, pues de eso depende su pertinencia.
Esa misión teórica y práctica de la sociología es la que, a la larga, hace que los pueblos den un paso atrás para retomar el camino de la democracia dando muchos pasos hacia adelante. En la sociología, y desde ella, la conclusión más relevante a la que se puede llegar es que la democracia no existía (ni como hecho sociológico, ni como vida sin muerte anunciada) debido a que fuimos sumidos en la gran guerra social de la delincuencia: pobres contra pobres. Sí, la democracia no existía como hecho social soberano porque se atentaba contra los ciudadanos; la democracia no existía porque a la explotación capitalista se le unió la explotación de los delincuentes que le metían la mano al bolsillo de los trabajadores y pequeños emprendedores a través de las extorsiones.
Yo estoy convencido de que se debe vincular la sociología con la construcción de la democracia a partir de la cotidianidad y de los imaginarios populares, y de reconocer que la transformación social se realiza a partir de lo que se tiene, para que en un futuro se realice a partir de lo que se desea tener. Si el lector está de acuerdo conmigo no es importante, lo importante es que cumplo mi misión de decir cómo veo la situación del país.