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SOLEDAD: EL INFIERNO ESTÁ TODO EN ESA PALABRA

 

 

EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.

 

 

Por Eduardo Badía Serra,

Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.

 

Me voy…..no pueden detenerme….

¡Déjenme solo!

León Tolstói.

 

La soledad es el estado ideal para que el hombre pueda entrar en plena relación y auténtico contacto con su misma autoconciencia, logrando así una limpia comunicación con sus pensamientos….., y único además. El hombre, sólo acompañado por su simbolismo y por su imaginario, logra en la soledad un estado de reflexión puro y auténtico, único, incomunicable, incompartible, incorruptible, haciendo una epojé de todo aquello que no sea su misma mismidad y que le puede estorbar en la búsqueda de sus respuestas últimas.

 

El hombre que busca la soledad con tal propósito, es capaz de ubicarse en su mismo y particular “yo”, el “yo” de él y no el “yo” del otro. En cualquier momento, la soledad está ahí, esperando que se le llame para ofrecer su refugio y permitir que el alma se abra hasta lo más profundo del sentido humano. ¿Quién no la ha necesitado más de alguna vez en su vida? Todos, desde el sencillo humano que vive en su cotidianidad repetida, hasta el genio rumoroso que se encumbra proyectándose a sí mismo, necesitan a menudo aislarse del mundo y sus acciones y presiones, urgidos de librarse de los influjos que estos le proyectan tratando de desviar engañosamente los pensamientos y los sentimientos. Las preguntas últimas no perdonan. Están siempre ahí, ajenas a toda posibilidad de engaño y desvío. Y sólo el hombre en soledad puede reclamarlas y afrontarlas sanamente, en pureza de acción. ¿Quién, si no, se sumerge, huyendo del estrepitoso todo que le ahoga, en lo más recóndito de su conciencia, para vencer eso que le impide buscar respuestas verdaderas a sus interrogantes vitales, que le presionan, estos, en su misterio incalculable, inigualable, irreversible?

 

León Tolstói fue una especie de santón laico de la Rusia zarista. Amado, admirado, respetado por todos; huérfano de toda necesidad material, hijo de noble y de princesa. Sin embargo, tal privilegiada condición no le libró del ataque de sus pensamientos más profundos, que algo le reclamaban, algo que no podía encontrar en medio del ruido infernal del mundo. Venció las reprobables desviaciones de la conducta moral de su juventud, para pasar a ser el austero, religioso y humilde hombre de su vejez. ¿Quién no leyó a Tolstói y se nutrió de sus estupendos relatos literarios? Este hombre, particular y único, vivió casi toda su vida luchando en ardua batalla con el reclamo de su conciencia por cambiar las opresivas condiciones de los pobres y abandonar la corrompida vida social de su patria enorme y misteriosa. Tolstói fue hombre de familia, y en el fondo, amó profundamente a su esposa Sofía y a los trece hijos que procreó con ella.

 

Pero Tolstói no logró nunca, dentro del mundo real en que vivía, vencer ese reclamo, que le humillaba en lo más profundo de su corazón y le atormentaba en cada momento de su vida. Sólo en la soledad, en ese refugio insondable, profundo, que sabe vivir en todo hombre, pudo el gran autor de La guerra y la paz, responder a las preguntas que le consumían el alma, y no sólo eso sino ubicarse en la posición que le permitiría contrastar su mismo ser con el deber ser que él deseaba. Al final de la lucha, que es la lucha del espíritu con la maldad, ya octogenario, el noble hombre cedió todas sus riquezas y bienes materiales a su esposa y a sus hijos, para refugiarse en la soledad que le permitiría, solo con sus pensamientos, resolver la lucha entre sus ideas y sus acciones.

 

“…..Parto del hogar para encontrar el fin de la vida en soledad…..abandono el mundo para vivir mis últimos momentos en soledad y en silencio….”, le dejó dicho a su esposa en su última y famosa carta. Sólo en la soledad pudo León Tolstói encontrarse a sí mismo, sólo él y sus pensamientos, sólo él y sus simbolismos, sólo él y su imaginario; sin nada de las dañinas circunstancias mundanas que saben acompañar al hombre en su paso por el mundo. Puso Tolstói entre paréntesis de todo aquello que no se encontrara dentro de sí mismo, desexteriorizándose como única manera de encontrarse. Sólo así  encontró al fin ese viejo magnífico, al final de sus días, la verdadera paz interior. Buscó la soledad, y en ella encontró el sustento.

 

Ya lo habría dicho en La muerte de Iván Ilich: “Al final, el enfermo se sume ya en la soledad total y se libera así de la muerte, abandonando del todo la vida inútil y vacía propia de la aristocracia…..”. Refugio inmenso, la soledad, y además, único.

 

El viejo aristócrata, ya sustentado por el encuentro con sí mismo, producto de su refugio en la soledad, dice sus últimas palabras: “Los campesinos….¿cómo mueren los campesinos? Me voy…..no pueden detenerme…..¡Déjenme solo!”

 

Eso reclama Tolstoi, que le dejen solo, esto es, con él mismo, con su “yo” auténtico. Abandona la vida, pero no muere. Tolstói sigue viviendo….es ejemplo, un gran ejemplo, aunque pocos lo sigan. Ese es el problema.

 

Esas inmensas y gélidas estepas de las gran Rusia son proclives a tornar al hombre a la soledad, esa soledad interior que hace que la conciencia se exteriorice y flote en la superficie de sus pieles. También las grandes ciudades rusas de esos tiempos tolstoianos, saturadas de contrastes, cubiertas de miseria por un lado y de lujos y ampulosidades por el otro, volvían a sus hombres, unos, otros, y todos por igual, proclives a la soledad. Pero esta soledad de las ciudades es una soledad mordiente, donde la tristeza y la angustia abaten el espíritu y lo deprimen, tornándolo débil y precario. Esta forma de soledad fue uno de los temas centrales en la obra de otro gran ruso, que la supo expresar magistralmente en tantas de sus obras sublimes: La soledad que se escondía ante la manifestación de la vida de los miserables y también ante el sufrimiento interior, lleno de carga y de culpa, de los poderosos. Fiodor Dostoíevski supo definir la soledad sin referirse a ella directamente, supo expresarla escondida en tantos argumentos de una manera tal que los lectores la adivinan y la identifican. La soledad fue tema para este hombre, que no fue un santo laico como Tolstói, pero sí un grave cultor y uno de los mejores representantes de la cultura rusa, con su vida misteriosa escondida entre calles y campos, edificios y sembradíos. Dostoíevski habla del dolor y del sufrimiento escondiendo en ellos la soledad que provocan, y expresando esta soledad como oculto pero duro mensaje.

 

La soledad, pues, es la compañera inseparable del hombre. El infierno está todo en esa palabra, decía Víctor Hugo. Y a pesar de que el segundo principio de la Termodinámica dice que el hombre no es una isla, las realidades superan eso: Estoy solo, y no hay nadie en el espejo, decía Borges; la soledad existencial es una condición ontológica, decía Montaigne; y Einstein: La soledad es el correlato de la reflexión; Oh, soledad, ¡mi patria soledad! ¡Cómo es de tierna y feliz tu voz para mí!: Nietzsche; Ardo en llamas. Mi tranquila soledad, clamaba Wittgenstein…….y al fin, el oscuro misterio del que nos acusa Lope de Vega: A mis soledades voy; de mis soledades vengo.

 

 

P:D. Al momento de escribir estas notas, recibimos la dolorosa noticia del fallecimiento de nuestro querido académico y gran intelectual salvadoreño, Don Matías Romero Coto. Lamentamos la muerte de Don Matías, y expresamos nuestro sentido pésame a su respetada familia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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