Por Mauricio Vallejo Márquez
Una vez escuché a mi abuela hablar del cielo. No de ese paraíso religioso al que es normal mencionar los domingos, sino del firmamento, ese que vemos todos los días, pero que a veces olvidamos que está ahí. Ese cielo que cuenta historias y que en más de una ocasión entretuvo mis tardes cuando me tendía en el pasto a observar los cirros, nimbos, cúmulos, estratos y sus combinaciones. Recuerdo una tarde cuando vi un desfile de elefantes que se iban degradando hasta volverse tortugas y luego desaparecer. Relataba mi abuela que un pintor había defendido el color púrpura en sus pinturas ante Claudia Lars, quien fue maestra de mi abuela. No sé sí la poeta negaba la existencia, pero sí que defendía la posición del artista. Tras esto, Lars afirmó que era cierto y se lo explicó a sus alumnas en su momento, entre ellas, mi abuela que contaba emocionada que lo había comprobado.
El cielo es así. Muchos colores se encuentran presentes. Y ninguna cámara es capaz de captar su maravilla, tal cual. Ninguna. Cuando estudiaba Derecho en la Utec podía verlo. A la espera de una clase salía a las gradas de metal y miraba como el cielo se iba llenando de nubes naranjas o violetas, todo dependiendo del ángulo de los rayos del sol. Cuando tenía clases en salones que daban al poniente era más notorio, así fue como tomé esta foto que reposaba entre mis archivos.
La tarde se encarga de colorear. No sólo es celeste, azul o cyan. Al llegar la tarde se ve el violeta, los naranjas y los amarillos, así como el rojo. Cómo no decir que en el cielo hay una naranja o una moneda, o aquella magistral imagen de Salarrué al afirmar que en el pozo había un colón de cielo. Todo da la impresión que el cielo se viste a su antojo y nos deja soñar que explicamos su forma, su ajuar y sus palabras.
Observar
Con mi hijo seguimos caminando. A él le gusta que nos acerquemos a la naturaleza, detenemos el paso y observamos. Y así como vamos descubriendo mutuamente la vida, también le damos forma y el color que percibimos. Hace poco le contaba esa pequeña anécdota de mi abuela. Mi hijo es muy curioso, de inmediato empezó a buscar tonos en el cielo y fue poniéndole cheque al color que descubría: violeta, azul, morado, naranja, amarillo, blanco. “También hay verde”, me dijo. “El verde de la esperanza”, le contesté. “No. El verde del cielo”. Y ahí estaba, era cierto, una línea verde bordeaba la tarde. Ahí estaba, sólo era cuestión de observar.