Luis Armando González
Veo a muchos jóvenes con mascarillas y me preocupo por ellos y por cómo van a encarar (o están encarando) los retos que les plantea y le seguirá planteando la vida. Los veo fuertes y sanos, capaces de resistir físicamente los embates, si no de todas las enfermedades, sí de varias de ellas, como resfriados o gripes, o incluso algunas más graves de tipo infeccioso. Pero los veo con sus mascarillas ajustadas que les cubre medio rostro, muchas veces aislados de otras personas, en situaciones en las que no corren ningún peligro de contagio –caminando, corriendo o en vehículos, sin nadie más de compañía—, y no puedo evitar preguntarme a qué es lo que le temen esos jóvenes, si es que acaso usan la mascarilla por temor a algo.
Podría ser que fuera por costumbre, pues muchos seres humanos –quizás la mayoría— somos propensos a convertir en normal lo que hasta hace poco considerábamos anormal. Y, entre los salvadoreños, esa propensión pareciera estar bien afianzada, por lo que es probable que haya quienes, tras dos años de andar con mascarilla, asuman que deben usarla para siempre. O sea, es probable que obvien no sólo que hasta antes de 2020 no estaba instalada la práctica colectiva de usar mascarillas, sino que es absolutamente anormal andar con medio rostro cubierto, respirando el mismo aire y teniendo dificultades para comunicarse de forma verbal con los demás.
Cualquiera nacido en la década de los años sesenta –o incluso antes, para quienes sobreviven de décadas previas— podría sostener, con aires de autosuficiencia, que los nacidos en su tiempo, cuando eran jóvenes, eran más fuertes y sanos que los jóvenes de su misma edad de ahora. No lo creo. Es más, tengo la ligera sospecha de que los jóvenes de ahora son más fuertes y sanos que los que eran –éramos— jóvenes en los años 60 y 70 del siglo XX. O cuando menos que son igual de fuertes y sanos; pero menos, no. Otra cosa es que la intensa vida pública de aquellos años –llena de interacciones sociales en cerros, lomas, calles polvorientas, sol sofocante o lluvia intensa— fuera parte de la cotidianidad de niños, niñas, jóvenes y adultos.
Con lo que se tuviera de energías, no había escapatoria: si se era niño, joven o adulto, se vivía intensamente en relación física con los demás y con el medio ambiente. Quienes fueron (fuimos) jóvenes en esas épocas pensábamos, eso sí, que éramos más fuertes de lo que en realidad éramos. Y con esa creencia a cuestas, se hacían cosas arriesgadas y peligrosas que, en el límite, llevaron a que grupos de esos jóvenes –algunos estudiando bachillerato, otros en la universidad y otros trabajando como obreros o campesinos— desafiaran al autoritarismo militar de esas décadas.
No es que no hubiera amenazas y riesgos; en este país precario que es El Salvador eso nunca ha faltado ni, seguramente, dejará de faltar. Pero la autoconfianza juvenil era desbordante y lo ineludible era desafiar las amenazas y encarar los riesgos. La rebeldía juvenil era lo esperable, aunque no lo deseable por los padres de familia o las autoridades educativas o de seguridad pública. Un lema que se imponía con una naturalidad pasmosa es ese que dice “lo que no te mata, te hace más fuerte”, lo cual, en buenas cuentas, significaba que los raspones, las torceduras de manos o pies, los chichones, las largas caminatas y pegarle a la pelota hasta el cansancio –hasta “quemarse”, se decía entonces— eran inseparables del ser joven. Vale aquí anotar una anécdota que ilustra, en mi propia experiencia, esto que acabo de anotar: un amigo mío de la infancia recibió el sobrenombre de “mano de yuca”, pues lo normal era verlo enyesado de uno de sus brazos. Este gran amigo fue uno de los primeros en integrarse al proceso de rebelión que se gestaba en los años setenta, que culminó en la guerra civil. Podría decir más cosas de él, de su heroísmo e integridad, pero en varios momentos me ha pedido que no escriba nada sobre su vida y trayectoria.
Casi imperceptiblemente, del “lo que no te mata te hace más fuerte” se transitó hacia el “lo que no te mata te hace más débil”. Esto sucedió en un contexto en el cual se cruzaron varios factores propiciadores, entre ellos: la privatización de lo social (gestado a calor de la ola neoliberal de los años noventa), el auge de una violencia social y criminal que reemplazaba a la violencia política, una intensa manipulación mediática y política alentadora de miedos a lo incierto, una infantilización de la juventud, una juvenilización cultural y un consumismo de marcas concentrado en espacios privados como los centros comerciales.
Todo esto reforzado por la proliferación de teléfonos celulares, computadoras y Tablet, y el acceso cada vez más fácil a Internet. Si la guerra civil ahogó, por su lógica, el uso de los espacios públicos y las interacciones sociales en barrios, colonias, cantones y caseríos, en la postguerra ese ahogamiento continuó, esta vez a partir del fomento del miedo a lo incierto, del miedo a amenazas que, sin previo aviso, podían golpear a cualquiera (en una calle, en un parque), en especial a los más jóvenes. Así las cosas, ninguna protección, ningún cuido, estaría de sobra.
Esta ha sido la experiencia de vida de muchos jóvenes, sanos y fuertes, que en este 2022 andan con su mascarilla en lugares en los que no sirve de nada. El miedo a lo incierto es parte de su forma de en encarar sus relaciones con lo que les rodea. Y casi todo lo que ha rodeado al coronavirus en El Salvador –y quizás no sólo aquí— ha estado (y está) plagado de incertidumbre, la cual es alimentada por sus savias nutricias: el desconocimiento y la ignorancia. En las dos décadas anteriores se les inculcó que sólo estaban a salvo en casa (con la computadora, el celular, el video juego o la televisión por cable) o en los centros comerciales, ya que afuera de esos espacios protegidos ni siquiera sus padres (aunque los llevaran tomados de la mano) podían cuidarlos ante los infinitos peligros que pudieran amenazarlos. Desde 2020, es el contagio por coronavirus que –según este imaginario— podría adquirirse en cualquier lugar o en contacto de cualquier tipo con otra persona.
No puede esperarse que no sean jóvenes inseguros y temerosos. Débiles, para nada. Son fuertes y sanos. Tienen energías de sobra para resistir los embates del tiempo presente y de los que tendrán que enfrentar a lo largo de su vida. La autopercepción que tienen de sí mismos –y la que tienen los adultos “protectores” que les rodean, atrapados también en la red del miedo a lo incierto—les hace creer lo contrario. Y no sólo eso: está ahogando (espero que no haya ahogado del todo) la rebeldía juvenil (real, no ficticia) que este país necesita para salir de sus seculares atolladeros sociales, políticos, económicos y culturales.