René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Se que muchas veces las cosas no van como deberían ir, ni tienen el color que más nos gusta o nos identifica, ni terminan de tal forma que comiencen de nuevo sin mayores contratiempos, ni desvíos o desvaríos, pero… qué tal si nos ponemos a soñar por un ratito que sea estirado, hasta el delirio utópico, por las ganas de vivir y de reír; qué tal si lanzamos la tupida atarraya de los ojos más allá de la ignominia social para pescar otro mundo posible en el mar tenebroso de las historias frustradas y las no contadas. El cielo no tendrá los negros nubarrones del miedo público, ni el veneno pasional de la deslealtad que fue despertada cuando el monstruo verde de la transición apretó el botón adecuado en las personas adecuadas… esas podrían ser las palabras del inicio del conjuro, pero podrían ser otras y el resultado sería el mismo: recuperar el derecho a soñar.
Cómo no ponernos a soñar, por un ratito, que en el mundo valen más las utopías que las plusvalías y las leves homilías; cómo no soñar que convertimos en doctrina divina la ilusión de un mundo mejor en el que el placer de vivir eclipse a la tristeza de sobrevivir apenas con lo justo o con menos de eso; cómo no ponernos a soñar que el planeta no es el fósil museo de las historias frustradas del pueblo –porque eso ha sido hasta hoy, salvo salvajes excepciones-; o que la muerte no es el silencio eterno de los ciudadanos, porque ninguno de ellos será anónimo ni homónimo; cómo no soñar que la delgada línea roja del horizonte es una frontera que no exige visa, o que el mar es de todos, o que la noche es la confidente y la Celestina que guarda nuestros secretos más intimidantes e íntimos; cómo no soñar que el cuerpo de la esposa es mucho más de lo que se acaricia, o que su amor -ese lejano y tibio amor que ella nos destina para que seamos arquitectos de mejores y distintos destinos sin desatinos- es el desnudo furibundo de sus ojos hermosos y la memoria pausada de sus mimos de flor que nace hasta en el desierto más árido.
Cómo no ponernos a soñar, por un ratito o un ratote, que el vecindario austral no es tan solo lo que vemos desde lejos y que acariciamos en el imaginario que lo penetra, hasta el fondo, para romper el férreo y mitificado himen del conformismo del súbdito colonial que aún persiste; cómo no soñar que la utopía existe, en la tierra como en el cielo, si la esposa es cada vez más cómplice de los sueños locos, osados y perennes porque con los años ella se convierte -en el dédalo de la cotidianidad que sojuzga y forja el acero sin fuero- en la utopía particular de cada uno y cada cual.
Hay que asomarse a la calle de la luna nostálgica y suicida que todas las noches recita utopías colectivas y se transforma -tarde o temprano o algún día- en un pasadizo secreto de pintores jóvenes; cómo no soñar con escalar a mano limpia el altísimo rascacielos del poder político y ver desde su lujosa y tétrica terraza los autobuses que pasan a toda prisa como malignos hipopótamos rebalsando de moscas.
Desde esa terraza remota e ignota el cielo es un esqueleto asequible y los celajes son simplemente nubes recién nacidas que no han botado la placenta; las muchachas que deambulan, descalzas y hermosas, exhiben con orgullo cierto sus roídas carteras cargadas de sueños imposibles y de panes con huevo picado que, en las maquilas y en los supermercados, se disfrazan, muy bien, de almuerzo multivitamínico; las personas y personitas son hormigas u ovejas demasiado obvias en su obediencia y en su paciencia sin sapiencia; los mendigos de ilustre fisonomía son espectros feudales que imitan al cangrejo para negar su propia historia y limpiarse la escoria; los curas con mejillas de barro siembran romero milagroso en los atrios de las iglesias; la mugre del pecado capital del capital es rocío y el olor a cloaca legislativa es un tenue olor a vainilla que se mueve al compás de los labios de las ancianas que adivinan el pasado… Y todo eso será tan cotidiano porque, sencillamente, en la primera línea de la memoria de cada uno y cada cual –y en la última también- estarán las personas del pueblo que amamos hasta lo indecible.
Cómo no ponernos a soñar, por un ratito o por cien años sin soledad, que el viento del Pacífico es un catecúmeno que agita las milpas para botarles las plagas medievales que vienen del norte y de los curules más viles; y las ventanas son las mensajeras confidentes de los sábados de gloria y de los miércoles sin muertos; el viento de libertad es un temporal sin fin y sin rumbo; los únicos enigmas vigentes son los enigmas de los amores no correspondidos a tiempo y, en esos enigmas, somos apenas un código precario y circunstancial que no opone resistencia. Mientras tanto, en el recinto del imaginario colectivo cabalgan nombres, apellidos comunes, papeles, huesos, rezos, brasas y cenizas que cubren cada centímetro de los recuerdos tristes.
Ahora solo son ganas de soñar por un ratito, o por un ratote, que los barrotes son bromas de mal gusto; ahora solo son piscuchas que remontan el cielo como mariposas indomables o como pericos parlanchines de dialectos extraños, o como pétalos… Pero lo curioso, lo absurdo, lo paradójico, es que a pesar de que recibo mensajes, señales de humo, latidos de tambores y pregones de todas las memorias históricas y de todos los puntos cardinales del cielo, sigo sintiéndome como un coronel que no tiene quien le escriba; lo raro, lo curioso, lo absurdo, lo paradójico, lo asombroso, es que a pesar de mi desesperada esperanza que se nutre en los sueños, todavía no se qué dice el viento del exilio que amenaza con dejar de ser tal.