Álvaro Darío Lara
Escritor y docente
En fechas pasadas mi amigo, el excelente fotógrafo artístico Julio Ávalos, me recordaba con el gentil envío de una divertida imagen, el día de la fotografía. Desde luego, la imagen me trajo muchos evocaciones, de los tiempos cuando estudiábamos la carrera de Letras, y entre sesión y sesión, preparatoria de exámenes, siempre estaba Julio presto a captar o a mostrarme bellísimos motivos que sólo él, sabía arrebatar de las manos del tiempo. En una ocasión, Julio me refirió: “la fotografía congela el instante”. Y vaya, cuántos instantes, se detuvieron gracias a la magia y destreza de mi amigo. Épocas de álbumes y de revelados que nos dijeron adiós.
Bastante agua ha pasado bajo los puentes de las ciudades, desde que, de los daguerrotipos, transitamos a las primeras fotografías. Pero en esa ruta de las innovaciones, nuestras sociedades siempre marcharon lentas.
Al respecto, don Marlon Chicas, el tecleño memorioso, nos ofrece este vívido testimonio: “Trayendo a la memoria viejos recuerdos, en 1974, cuando ni por asomo existían los estudios fotográficos en Santa Tecla, era característico hacer uso de un sitio conocido como el `Bombazo´, para obtener una fotografía personal. Se le llamaba así, porque en lugar del flash convencional, lo que se usaba era una pequeña porción de pólvora que provocaba, en muchas ocasiones, que el despavorido retratado, apuñara los ojos, se moviera, o gesticulara temerosamente. Por lo tanto, ¡ya se imaginan, lo que quedaba registrado, en el papel fotográfico! Muchos salían (o salíamos) con un ojo abierto y el otro cerrado, despeinados, con la boca como diciendo ´Ah…´; y hasta con la lengua de corbata.
Dicho estudio ambulante se instalaba a un costado de la farmacia Central, sobre la Avenida Manuel Gallardo. Consistía en una cámara de trípode con un fuelle extensible, una cortina negra con la cual el fotógrafo lograba mayor oscuridad para buscar el mejor enfoque y postura del cliente ante el ojo que lo haría inmortal; una tabla que servía de flash, en la cual se colocaba pólvora, activándola de forma manual mediante un dispositivo responsable del ruidoso `bombazo´; un colorido pajarillo de juguete, movido por una sola mano para concentrar al máximo la atención de la víctima. Adicional a lo mencionado, existían tres cubetas que contenían: el revelador de la placa fotográfica, el baño de paro que evitaba que el revelador dañara a la Obra Maestra (foto); y fijador y agua a fin de obtener un excelente resultado.
En cuanto a los precios, éstos oscilaban entre los diez y los veinte pretéritos colones. Generalmente, los parroquianos demandaban de este servicio, para la extensión de sus cédulas de identidad personal. Años más tarde aparecerían los estudios fotográficos de las familias Flores y Belloso, que por más de treinta y cinco años se han dedicado a tal oficio, en los mismos locales. Sin olvidar a las grandes empresas actuales. Aunque pareciera, que los benditos celulares, cada día desplazan más a estas antiguas artes. Pero… ¡sonría, mire el pajarito!”.