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«Sonsonate con Rosa Elena, la musa de las especias». Por Tania Primavera

Tania Primavera

Gotas de néctar, vienen en los recuerdos difusos de la familia que fue. Tuve una abuela morena, ojos cafés; otra rubia, ojos verdes. Una, la morena, Luisa, sus manos hicieron tortillas para vivir, sus ojos y dulzura, fueron consuelo y luz de amor, aunque no la vi nunca porque murió de cáncer antes de tener yo conciencia en Santa Ana. Otra, la blanca y rubia, mi madre la conoció cuando ya estaba grande, en los inicios de la guerra, ella, canasto y equilibrio, caminando entre los pueblos de Sonsonate, comercio de condimentos y especias sin preservantes, mi primer contacto con las plantas y sus componentes, mi contacto más cercano con esa musa de las especias, Rosa Elena, mi abuela.

Después de vivir en Santa Ana. Tuvimos que ir a vivir a Sonsonate un tiempo. Sonsonate también me vio caminar. Subir al cementerio a jugar. Pasar por la casa de Fayín, el niño que se convirtió Salarrué, el Sagatara. Pasar y ver curiosa la antigua estación de trenes, pasar el tiempo. Era poco el tiempo que tenía de conocer a mi abuela, pero estuvimos un año o más ahí, era en Sonsonate, su significado del náhuat: lugar de los cuatrocientos ojos de agua.

En las tardes después de quitarme el uniforme blanco de la escuela, había que limpiar la casa, era una “casa tomada”, de un dueño que no se sabía. El piso debía quedar perfecto, no había tiempo para ver la TV blanco y negro, había qué hacer y mucho. Después de limpiar el piso y dejar brillante trapeando con gas, nos preparábamos en el suelo para poner todos los materiales. Encender el fuego, sacar el carbón, ponerlo en la plancha antigua de hierro, ese hierro caliente de la plancha nos servía para sellar las bolsitas plásticas que hacíamos y engraparlas en los cartoncitos.

Muchas veces, abuelita Rosa Elena, se iba tarde, casi al atardecer, rumbo a los barrios vecinos, o a otros pueblitos como Nahuilingo, Nahuizalco, Izalco, u otros más lejanos.  A ver si lograba vender en las tienditas o quien le comprara. Regresaba tarde, bien noche.  De lejos, recuerdo su silueta con el canasto subiendo la cuesta del barrio Mejicanos.

Escasas veces fui con ella; nosotras con mi hermana, hacíamos las bolsitas conteniendo las especias, de achiote, de relajo, pimienta gorda, clavo de olor, laurel, romero, pepitoria, canela, y muchas otras. Nos enviaba al centro de Sonsonate, íbamos caminando a la tienda de la niña Orbe, en el Mercado, para comprar lo que nos pedía, por los encargos de la abuela “blanca”.

Ella era sencilla, no nos regañaba nunca, pero había cosas que comentaba, era algo racista, recuerdo que decía -quienes tienen orejas pegadas, ¡son indios! – …mmm, entonces ¿yo? Sí las tengo pegadas abuelita, ¡soy india! Le decía bien. –¡No! Yo no la entendía.

Nunca me habló de la matanza de 1932. Quizás ni sabia. Ella había nacido en Chalchuapa, entre los cafetales, en la finquita de la abuela Concepción, de ojos color claro, según dice Alice. Pero ahí, ese es otro árbol que no conozco bien, de dónde venía su familia. Esa es otra gota.

Había un jardín silvestre y una ventana con vista desde la casita de adobe donde nos acogió la abuela fuerte, trabajadora, educada. Nunca recuerdo un grito, un golpe; siempre recuerdo su amor y refugio. El sol ardiente, el calor presente de ese lugar.

Cuando era la hora de ir al “ojo de agua”. Llenábamos las pichingas de galón. Pero antes, caminábamos con mi hermana, las dos niñas por la vereda en risco del río limpio, buscando el lado más cercano a su nacimiento. Ahí imagino esos cerros en pendientes, con los ojos cerrados, los campos llenos de mariposas, de margaritas amarillas y blancas. La señora que hacía el atol de elote más rico de todos. El trabajo era llenar la gradita de la cocina de la casa con pichingas de esa agua. Varias veces bajábamos al río. También a lavar. Eran bellas las piedras de ese río para lavar. Pero también íbamos para traer el agua para beber, tarea más importante. Queríamos tener bastante agua.

Me bañaba a veces tras la piedra, presentes las flores mulatas, amarantos y otras florecillas silvestres, los ojos de los bueyes del padre de Jimena fueron testigos a lo lejos. Esperábamos la visita. Solo el recuerdo hace que sea posible, regresar al río de Sonsonate y encontrarme en la poza honda, sumergirme y regresar a esa casa, ahora en ruinas, ahora que quizás ya no existe.

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