SOSIEGO EN JAMAICA POND
Por Rob Escobar
El frío de Boston acrecentaba la melancolía de mi corazón tropical. Era el otoño en la última ciudad de un cansado pero productivo periplo oficial por la Costa Este. Antes de regresar a mi país, luego de reunirme con asesores de «Joe» Kennedy III, me largué a descansar. Más tarde salí a caminar al garete, hasta llegar al estanque Jamaica Pond.
Allí, el silencio era interrumpido sólo por la danza ondulante de las hojas golpeando delicadamente la tierra al caer. No sabía si correr como un niño para alborotar el suelo marrón en una fiesta de hojas o acostarme un rato sin cerrar los ojos hasta sentir el roce amarillo del otoño entrecortando mi respiración. Decidí sentarme a la orilla del estanque y comencé a lanzar guijarros sobre la superficie, luego recogí hojas secas y pequeños troncos para ponerlos a flotar.
Al cabo de un rato oí quebrarse la hojarasca a mi espalda. Apareció una mujer de piel rojiza, pelo liso, peinada a la manera de las mujeres de la tribu Massachusetts. En su cara unos surcos caprichosos de tiempo le dibujaban un aspecto venerable. Portaba un bolso en uno de sus hombros. La saludé sorprendido.
Me observó detenidamente y recordé a mi madre cuando antes de ir a la escuela me miraba para revisar la limpieza de mi uniforme y el orden de mi cabello. Me preguntó qué hacía solo en ese frío estanque.
—He venido para desgastar un poco mi nostalgia y el cansancio —respondí.
Observó las hojas y los pequeños troncos que no se movían a pesar de la helada brisa.
—Quiero sentirme liviano, como las hojas y los troncos que flotan. Han sido muchos días de trabajo —le expliqué despreocupado.
Observó las hojas y los troncos flotando, luego me invitó a probar otros recursos naturales que se alejaran por su cuenta sobre el agua.
—Cuando sólo flotas en la vida te haces dependiente —me retó.
Sin prestarle importancia continué colocando hojas y troncos sobre el agua. Encontraba mucha calma al observarlos flotar, a pesar de que deseaba que se alejaran, así como yo ansiaba retirarme de ese lugar para volver a mi patria.
Luego de un silencio prolongado noté que me había quedado solo de nuevo. Entonces decidí buscar sosiego en los recuerdos. Saqué papel de la bolsa de mi abrigo y escribí: “El otoño sin vos / es una fiesta oscura. / El otoño sin vos / equivale al invierno, / donde ya no puedo seguir, soñar / vivir, porque te extraño”. Luego, con ese papel fabriqué un barco y lo puse sobre el agua. Lo mismo hice con algunas flores que recogí cercanas.
Barco, flores, hojas y troncos siguieron estancados.
—¿Aún no te has ido? —sonó imprevista nuevamente la voz de la mujer.
—Acá sigo. Pero ya me siento confortado —le informé, al momento que estiraba mi cuerpo y bostezaba, como si me levantaba de un sueño.
—A veces no es flotar lo que corresponde a un corazón latinoamericano como el tuyo —me dijo, bajándose el bolso del hombro para dirigirlo a mis manos.
—Tomá, sacalos y ponelos sobre el agua —me lo entregó.
Con sospechas lo tomé. Al introducir mi mano temerosa sentí suaves movimientos que me confortaron. Eran dos pequeños patos que nadaron sin dejar de parpar al alejarse. Con el movimiento de las ondas por el nado todo lo que había colocado sobre el agua comenzó a alejarse de mí, mientras la mujer se perdía entre los árboles sin despedirse.
Por fin me sosegué y sentí de nuevo latir mi corazón tropical. Estaba listo para volver a San Salvador a reencontrarme con la mujer que amo y para continuar ayudando a girar los engranajes de la burocracia.