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Soy los libros que he leído (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

En el encierro en nuestros brazos de náufrago hemos perdido de vista y de tacto el crepúsculo colectivo compartiendo con los amigos, en libertad total, unas pupusas y una taza de café de maíz que nos recuerda que fuimos capaces de montar el otoño del patriarca. Claustro. Cárcel. Caverna. Cuarentena. Corona de espinas. Ya no se ven por las calles los labios unidos en secreto mientras la noche ladra sobre el mundo para denunciar el origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. El temor es tan feroz que ya no se por quién doblan las campanas y el único consuelo que me queda es ver por mi ventana el bautizo del sur en los cerros lejanos que no oyen los lamentos del amor en los tiempos del cólera renaciendo en un nuevo virus. Para espantar el agobio de la crisis a veces juego a que los ojos de mis hijos son como un pedazo de luna que se enciende entre mis manos.

Y, de repente, el tiempo pierde pertinencia y la juventud es un recuerdo que me llega con el corazón apretado por esa nostalgia dulce que solo conocen quienes han estado del otro lado de la vida, que han estado en el lado oscuro de la sociedad, ese lado dominado por los demonios de la metamorfosis. Se cierra el libro que siempre leo en la aurora de los exilios y las cuarentenas que siempre son un crimen y castigo, y como una hoja herida cae a mis pies la mascarilla que me convierte en un nuevo Pedro Páramo, porque vivo en una ciudad en la que yo soy la aparición, yo el espectro que deambula derribando las estatuas que honran la corrupción y los genocidios que se hacen en nombre del Capital.

Soy los libros que he leído para desenredar las aguas errantes de las fiebres que se ensañan con quienes mueren de hambre o desilusión todos los días y que, en los breves intermedios, sueñan con ser el Conde de Montecristo que se venga de sus enemigos. Las calenturas carrasposas hacen figuras barrocas en la niebla de los hospitales que tienen ojos de perro azul. Después de que salga de este ensayo sobre la ceguera, todos sabrán que sufrí al revés el pacto de Dorian Grey. Al quinceavo día de estos soliloquios en masa, las estrellas son cruces negras de un barco a la deriva cuyo capitán ignora que el amor es el único puerto sin restricciones migratorias. A veces amanezco sin haber anochecido porque me estoy convirtiendo en una balsa de piedra, y mi alma es un Robinson Crusoe que intenta reproducir una mejor versión del país que se nos va entre los dedos. El mar de las dudas se truena los dedos mientras memoriza todos los nombres de los muertos. La cuarentena es donde refrendamos el amor a quienes amamos con la misma locura suicida de Romeo y Julieta cuyas familias se odian porque viven sus respectivas pobrezas en barrios diferentes.

La incertidumbre que provoca la certidumbre de un contagio tan masivo como los cuentos de barro, provoca que todos parezcamos seres abandonados en nuestros propios brazos como si fuéramos los fantasmas de los muelles en el alba que se rinde a los pies del mercader de Venecia. Aun sin morir físicamente, para muchos será la hora de partir definitivamente de esta sociedad que tiene como signo la lluvia de frías corolas sobre los corazones sin utopías sociales. Alguna de estas largas tardes, o alguna de estas anchas noches, descubriremos, como si de repente recordáramos un poema de amor, que las guerras, las pandemias y la corrupción dejan a su paso la misma cloaca de escombros, y eso nos obligará a buscar el camino hacia la cueva de náufragos en la que, para resolver la maldición de los cielos, se refugiaron los hermanos Karamazov.

A estas alturas del calendario no se si ser los libros que he leído es una bendición o una maldición inexorable. Dentro de algunos años estaremos contando esta hazaña de haber luchado contra un enemigo del que diremos que por el hecho de ser tan pequeño era tan gigantesco como Moby Dick; del que diremos que era un enemigo sarcástico porque, siendo tan primitivo como los deseos y delirios de Edipo rey, nos hizo ver que de nada sirven los adelantos tecnológicos que construyen teléfonos inteligentes y naves espaciales que llegan hasta el planeta Marte sin echar gasolina en el camino. Y entonces nuestros hijos sabrán que el amor del pueblo es extraordinario porque nace y se refrenda de circunstancias extraordinarias; y entonces, cerrando los ojos de tristeza y alegría, les diremos a los niños que, precisamente, sus abuelos lucharon para que un amor como el de los habitantes más humildes y solidarios (amor sublime entre compañeros de combate y amor carnal entre jadeos de Decameron) llegara a ser en El Salvador el amor más común y corriente, casi el único amor posible donde era imposible vivir saliendo ileso.

Ser un narrador de las cuarentenas y exilios y ser un pregonero de las injusticias cometidas por la ciudad y los perros solo ha sido posible por los libros que he leído y por los que, voluntariamente, nunca quise leer. Por alguna razón que no quiero decodificar en este encierro, me dan risa los poemas absurdos de los pobrecitos poetas de aterradoras colas de caballo y gestos plagiados; me dan risa los intelectuales flatulentos que saben todo de todo y son similares y conexos de las cucarachas; me dan risa los analistas asalariados que son capaces de hablar sin decir nada y que, como el general en su laberinto, se ven patéticamente hermosos cuando suspiran de impotencia porque la metafísica del negro que hizo esperar a los ángeles no les tapa la avaricia ni les sirve para conquistar, erección en mano, la piel desnuda de las jóvenes que miran pasar frente a sus ojos.

Aunque en este momento no es lo más importante ni lo más interesante hablar de esos tipos de Celestina, como si fuera un Sherlock Holmes cotidiano me pregunto: ¿Qué han hecho de nuestra poesía de panela y de chaparro destilado en la clandestinidad de la cultura?, ¿qué, del lamento vocinglero del desempleado y de los gallos purísimos que viven cien años de soledad?, ¿qué, de la desnudez solitaria de la Madame Bovary que se baña en la abstracta tempestad?, ¿de qué lado del país están o de cuál mano se alimentan? Es mejor no decir nada cuando la angustia es un rumor colectivo. No decir nada porque, por instinto o por conciencia, muchos estamos parados hoy en el lugar exacto de la cuarentena que lucha por alargar sus brazos: estamos en el lugar en que la memoria nos obliga a implantar el grito de esperanza.   

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