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Ssshhh… hablemos de libertad de expresión (2)

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Se puede exigir justicia, drugstore pero sin esperar conocerla cara a cara. Se puede exigir un mejor salario, here pero sin esperar que aumenten el salario real. Se puede exigir que se respete la Constitución, cheap pero sin esperar que la Sala de lo Constitucional tome cartas en el asunto. Se puede pregonar la historia patria de la víctima, pero sin esperar que los victimarios la incluyan en los libros de texto universitarios. En esta libertad de expresión que nada expresa y que a nadie espanta porque no remonta la calle, la piel, los semáforos, el tugurio y que ni siquiera trasciende la garganta –y que tanto alaban los periodistas del alpiste que, sistemáticamente, son censurados en sus trabajos- si un pobre hace públicas sus protestas y necesidades básicas: es un resentido social o es un ser antisocial por reclamar, precisamente, sus derechos sociales; pero cuando lo hace un empresario de rancia alcurnia: es un visionario, un adelantado a su tiempo, un gran negociador de futuros privados (el suyo). El pobre profesor universitario que en sus clases de sociología o de ética profesional recalca el dato que indica que “hay más de cien millones de niños que duermen, en ayunas, en las anchas calles abiertas por el capitalismo y que son iluminadas por las bombas letales de la modernidad de su plusvalía” o si hace pública su condena por el genocidio de niños en Palestina o por el trato que se les da a los niños migrantes: es un comunista, un peligroso subversivo, un profesor resentido y fanático; pero si ese mismo dato lo dice un empresario rico: es un filántropo hecho y derecho, un corazón de oro, un “buena gente”, un sentimental empedernido, un benefactor… y si eso mismo lo dice un funcionario internacional: es un candidato al premio nobel de la paz o es un buen prospecto para gerenciar impunemente fondos del milenio.

Veamos otros casos de la inocua libertad de expresión en estas latitudes: Si un pobre anhela y exige tener un salario mínimo digno que le permita sustituir el papel de diario por el papel higiénico: es un envidioso de culo inconforme, es un tipo que siempre anda en busca de la confrontación de clase; pero si un rico de sangre azul anhela aumentar geométricamente sus ganancias, o cambiar el lujoso carro del año porque ya se le acabó la gasolina al que acaba de comprar: es un emprendedor puro que merece una biografía oficial, un monumento de mármol y –porque al que tiene se le dará y tendrá más- y una buena devolución en su declaración anual de la renta.

Por otro lado, pero en la misma dirección, terrorista y libertino es el que exige (desde la banca más oculta y roída del parque público que es pintado y barrido sólo en los períodos electorales) la despistolización de la sociedad para disminuir la delincuencia; progresista es el político asalariado y vitalicio que promueve el “toque de queda” para acabar con los delincuentes callejeros –y con nuestros pocos derechos constitucionales- como en los mejores tiempos de la dictadura militar que, sin sentirlo, se transformó en dictadura económica con la privatización de lo público.

Ese canibalismo voraz de la palabra disonante o punzante; esa depredación de la palabra acusadora o delatora; esa castración deliberada, consuetudinaria y airada de las libertades civiles (como la libertad de expresión y la libertad de vivir dignamente) está teniendo un enorme impacto en lo sociolingüístico, pues mueve y promueve una nueva marginación social basada en la gramática (tal como pasó cuando un iluminado noble concluyó que “mierda” es una mala palabra y “excremento” una palabra buena, aunque ambas huelan y sepan igual). Desde hace ratos –y quien dice “desde hace ratos” dice que no sabe cuánto tiempo ha pasado, pero que ha pasado bastante- es mal visto, lapidado, censurado, perseguido, tratado como leproso moderno, ridiculizado y, por último, expatriado con sifilíticas dispensas de trámite, todo aquel vulgar que diga en público: justicia social, revolución, educación gratuita, democracia efectiva, socialismo… y será callado con largo “piiiiii”, para no ofender la moral y las buenas costumbres de “los otros”.

Entonces, podemos afirmar que tenemos libertad para expresar -con el debido silencio, y siempre y cuando estemos a solas con dios- todo lo que queramos. Sin embargo, algo anda mal con la libertad de expresión, y con el país en donde se pretende usar, si el gobierno considera que la peor frase que puede salir de nuestra boca es: ¡tengo hambre, hijos de puta!!… porque perturba el sueño plácido de la plusvalía que, en los últimos veinte años, se ha incrementado a pesar de los acuerdos de paz y del pluralismo electoral. Esa es una expresión social dañina, subversiva, maldita, amenazante, desconsiderada, vulgar, llena de odio de clase porque desestabiliza o intranquiliza la siesta vespertina de los que provocan el hambre ajena desde que el país se inventó a sí mismo como Estado nación. Así que la libertad de expresión –ssshhh- carece de sentido, significado, significante y de colmillos filosos  si nadie escucha lo que expreso, si nadie comprendo lo que digo, si nadie remedia mi pesar, si nadie me toma la palabra. Y, entonces, ¿de qué sirve expresarme libremente si nadie me hace caso?

¡Tengo hambre, hijos de puta! Esa consigna agónica y extrema, que más bien es una declaración pública de impotencia social, la leí en una pared oscura cuando, por cuestiones políticas, estuve preso en el penal de Santa Ana, en 1988, y fue hasta entonces que comprendí –más allá de los libros de sociología y en contra de ellos, muchas veces- qué significa la libertad de expresión, pues tuve el tiempo suficiente para reflexionar profundamente sobre ello, porque en la cárcel el tiempo se mide segundo a segundo, y no por días o meses… y menos aún por años; porque en la cárcel la única luz de la que se dispone para imaginar metáforas de lo social es la de las luciérnagas, y entonces comprendemos qué es la cotidianidad y en qué consiste el hecho sociológico.

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