Josep-Maria Terricabras
Tomado de Agenda Latinoamericana
1. La historia está ante nosotros
Cicerón definió la historia como la maestra de la vida. Ciertamente, el estudio de la historia es una gran fuente de conocimiento. De hecho, conocer la historia -al menos, la propia- es imprescindible para cualquier ciudadano informado, reflexivo y culto. Pero podemos acercarnos a la historia de distintas maneras: según como lo hagamos, nos puede iluminar; según cómo, nos puede ofuscar. Ahora quisiera advertir contra dos formas de interpretar la historia que tienen bastante buena acogida pero que son erróneas.
a) Algunos interpretan la historia como si en ella se hubiese producido una decadencia constante. Piensan que en el pasado ya se dieron las formas más excelsas de la vida en común y que toda la historia de la humanidad no ha sido desde el principio más que la historia de una caída, de una decadencia; a esa visión idílica la podríamos llamar la visión paradisíaca de los orígenes: como si los humanos hubiésemos sido expulsados de aquel paraíso y no pudiésemos volver jamás a él si un mesías no viniera a remediarlo.
b) La segunda visión es contraria a aquélla: la defienden quienes piensan que los orígenes son difíciles, primitivos, vastos, y que la humanidad se encamina de forma lenta y compleja, pero también constante e inevitable, hacia una meta cada día más al alcance. Si la primera era la visión pesimista de un paraíso que entró en crisis y decadencia, esta segunda es la visión optimista de una humanidad que se encamina hacia su Eldorado, cada día más cercano.
Las dos visiones me parecen ingenuas y poco respetuosas con la historia real de los humanos, que ha sido siempre una mezcla muy difícil de separar entre el avance y el retroceso o, si se quiere, entre el progreso y el regreso. Es cierto que hoy la visión progresista de la historia ha entrado en una crisis profunda y que son muy pocos los que se atreven a predicarla sin matices. En un momento histórico como el nuestro, de explotación económica y social, y de incertidumbre política, en un momento de crisis terrible en continentes enteros, en un momento de éxito de la violencia irracional, del fundamentalismo político, religioso y militar, la idea de una humanidad que progresa de forma constante e imparable no se halla en su mejor momento. Quizás por ello, la otra visión de la historia -la que parte del mito de un paraíso originario- continúa teniendo adeptos y se ha convertido para muchos en cobijo espiritual y en reserva de esperanza. Como si, puesto que no podemos confiar en el futuro, al menos tuviésemos a mano un pasado espléndido al que pudiésemos recurrir.
Estoy personalmente dispuesto a mantenerme desconfiado frente a quienes anuncian el futuro como una época de progreso global e indiscutible. Ahora bien, la desconfianza al mirar adelante no debería hacernos excesivamente optimistas cuando miramos atrás. El hecho mismo de poner la esperanza en un pasado lejano no habla a favor de los planteamientos de quienes lo hacen. Porque, si hay que recurrir muy a menudo al álbum de fotos para revivir épocas buenas, quizás sea porque el presente y el futuro -lo que más nos interesa y nos mueve- no resulten atractivos. Además, el problema de la mirada retrospectiva se agrava cuando advertimos que el pasado imaginado ni es recuperable ni tampoco cierto, porque nunca existió como es imaginado, porque el pasado idílico es sencillamente un pasado idealizado o, si se quiere, un espejismo.
Con ello deseo ir contra una idea falsa del pasado que lo presenta tan perfecto que parece que nos vaya a servir de modelo para el presente y el futuro. Y eso no es cierto. El mundo ha cambio demasiado, el mundo está cambiando demasiado rápidamente como para poder mirar al pasado buscando recetas para nuestros males presentes. No es eso lo que debemos hacer. Debemos ser capaces de examinar y analizar el presente con ojos muy críticos. Eso nos descubrirá las gravísimas injusticias que se cometen y, a partir de ahí, debemos unir nuestros esfuerzos, nuestra capacidad y nuestra imaginación para hallar soluciones.
2. La responsabilidad política de todos
De ahí que resulte imprescindible que todos nos movilicemos. No podemos dejar los asuntos públicos en manos sólo de unos cuantos, de unos grupos, de unos partidos. La política es una tarea imprescindible, una tarea que puede ser hecha -y algunos hacen- con mucha dignidad, aunque haya políticos que se aprovechen de su posición y de la confianza que el pueblo ha depositado en ellos. En cualquier caso, nadie puede desentenderse de su responsabilidad política. La elección de unos representantes no nos ahorra la labor política que debemos seguir haciendo.
Precisamente estamos en un momento decisivo de la historia en el que debemos decidir si queremos ser súbditos o ciudadanos. Hoy esta alternativa se presenta muy distinta a como se presentaba en el pasado. Hace cien años «súbdito» y «ciudadano» designaban dos categorías sociales muy distintas, reflejaban una grave desigualdad social, y aquel que podía deseaba acceder a la condición de ciudadano: el súbdito era el económicamente débil y socialmente marginado que deseaba abandonar su triste posición y conseguir mejores condiciones de vida, más bienestar y más protagonismo social.
Hoy sigue habiendo muchos pobres, maltratados y marginados. Pero, «súbdito» y «ciudadano» ya no designan dos categorías sociales ni tampoco a los habitantes del campo o de la ciudad, sino que señalan dos categorías morales: en muchos casos y países, lo que distingue al súbdito del ciudadano ya no son las condiciones económicas y sociales en que viven o el lugar donde viven sino su disposición moral, su capacidad de reacción política, su voluntad de tomar el destino en las propias manos para hacer algo con él. Hoy muchos poderosos y ricos tienen alma de súbdito; y muchos pobres y marginados se mueven con el coraje y el espíritu del ciudadano. Porque ahora el súbdito es el resignado, el frustrado, obediente, sumiso, aunque a menudo pueda vivir bastante bien. En cambio, el ciudadano no se resigna sino que lucha, participa en las decisiones colectivas, imagina y programa, se asocia y pelea -en ámbitos pequeños o grandes- para lograr un entorno mejor, aun cuando personalmente no tenga muchos medios de vida. Lo que hoy nos convierte en ciudadanos es nuestra capacidad de compromiso social y político. Eso nos pone en primera fila, nos iguala. Porque entonces sabemos que las soluciones a nuestros problemas también dependen de nosotros. Sabemos que los cambios posibles no se realizan solos, no dependen únicamente de elecciones democráticas sino del trabajo y participación que conducen a las elecciones y que siguen después de ellas, sea cual sea el resultado electoral. Es ciudadano quien siempre está alerta, siempre vigila y actúa.
3. La organización ciudadana
Hay que fomentar pues la organización ciudadana. Las acciones más eficaces no son nunca acciones aisladas sino aquellas que responden a proyectos sociales, culturales, económicos y políticos de mayor alcance. Los ciudadanos deben reclamar su protagonismo activo para que los poderes actuales entiendan a) que la democracia no se puede reducir a la participación electoral -con ser ésta muy importante-, sino que debe impregnar todos los aspectos de la vida colectiva; y b) que la propia democracia electoral no debe caer necesariamente -como se nos quiere hacer creer casi siempre- en una democracia delegada, abdicada, substituida -es decir, en una democracia secuestrada por unos pocos que convierte a los demás en súbditos-, sino que debe ser una democracia representativa que mantenga en todo instante el principio de que los ciudadanos son siempre los sujetos de cualquier poder.
Mientras el actual sistema democrático no se encamine en esa dirección, no tendremos la civilidad instalada en el centro de la vida colectiva y no seremos personas políticamente civilizadas. En realidad, no lo somos aún. Esa sería una revolución enorme. Es la revolución que tenemos derecho a esperar. Y, a mi entender, es la revolución que tenemos la obligación de forzar, porque nuestra vida debe ser vida política, vida de participación pública, vida de compromiso ciudadano. Son muchas las acciones que se pueden emprender en esa dirección, desde las familias, las escuelas, las empresas, los grupos de jóvenes y adultos, los medios de comunicación, desde la calle, las iglesias y los partidos políticos.
Todos debemos renovarnos y sólo lo conseguiremos si hacemos la experiencia de una nueva implicación en la vida colectiva. Para que no haya súbditos. Tanto si vivimos en el campo como en la ciudad, la vida democrática viva y renovada depende de todos nosotros, de que todos tengamos el coraje de querer ser ciudadanos. Y que finalmente lo seamos.
Josep-Maria Terricabras
Girona, España